El científico (1ª parte)
Todo de luces recamado
el cielo se ensombrece.
Es la noche más alta.
Hay una oscuridad que transparente
nos ensalza y seduce.
Que nos fascina.
Y ante la que depone asimilado
el hombre su destino terrenal.
Brillan los astros lejos
con un mágico ardor irresistible
y nuestros ojos penden del espacio
como sin transición
entre aquellas regiones que nos vedan,
su pureza magnética y el suelo
en el que estamos vivos percibiendo
la misteriosa altura,
el resplandor astral,
la inclemente hermosura que nos tienta,
y que a la vez, distante cercanía,
nos espanta. ¿Por qué?
Todo lo que está en torno de nosotros
es como fuego, vida turbadora
y energía inicial.
El fuego es como el oro que reluce
y la misma pasión a que somete
su torturante ser estremecido
libertad da a la llama luminosa.
Otras veces no brilla, está callado,
se muestra receloso y evidente
en algún material empedernido
que se defiende, un cuerpo que no entrega
su fuerza originaria, su secreto,
pero que gravitando por el aire
o incrustado en la tierra es un peligro
de potencial flamante o legendario
que por sola intuición el hombre puso
en la materia prima. Se diría
que el hombre ha de estudiar hasta su muerte
cuanto ve, toca, huele, intuye o piensa.
Y frente al mundo oscuro que lo asalta
Como un montón informe, se ha provisto
de cálculos e inventos racionales
que dan luz a su alma fugitiva.