En aquel verano del 37 se sintió casi feliz. En Oslo,
noches blancas, barcas en el fiordo, beber dorado aquavit
en el Café del Teatro con Sigurd, Nic y Arnulf. A petición
tocó el violinista el Bolero de Ravel. La gente susurraba:
¡Así es él! Naturalmente tenían razón, obviamente
estaba loco, un enfermo furibundo, que ahuyentaba
a todos sus amigos: con malas artes les arrancaba
(oh, sombra de Stalin) confesiones escritas (a esos traidores),
que cerraba con llave en su escritorio. (Sí, también
se le llama paranoia.) Dentro de mil años me entenderéis.
¿Rebelde? ¿Qué más da eso? Más hubiera preferido estar
junto a los que ríen. Como un niño que cazó una mosca
y vigila su puño cerrado: allí dentro había algo
que latía, parecía vivo. Cosquilleaba. Mas nadie
quiso creerle. ¡Pruebas! ¡Pruebas! Detector Geiger,
cronómetros y microscopios. El Faraday del orgasmo,
un gurú, un diletante. Y he aquí su hallazgo:
el amor todo lo impulsa, es algo mensurable, tiene
color azul, mueve los astros, las ramas, las nubes.