Y el hombre, solo,
se restregó los ojos, como al alba.
Miró asombrado las cenizas,
la luz con sangre en pestilentes charcas,
las nubes negras y el terror del pájaro,
y pensó en su mañana.
No echó de menos sobre las ruinas
más que la compañía de la amada.
Mundo suyo, tan virgen como el aire,
desierto de caminos y palabras.
Las sepulturas de los otros hombres
nunca sabría dónde estaban.
La vida sonreía en torno
igual que una cerrada llaga.
Leyó en la palma de su mano
un destino de olvido y esperanza.
Con ramas de los árboles yacentes
levantó la cabaña.
Fue al río y vio su rostro
(astro, inocencia) inmóvil en el agua,
pensativo de historia resurgida
tras un final de nieve y llamas.
Estaba solo, solo, solo.
Pero no le importaba.
El hombre se acostó sobre la tierra,
soñó. Lo que soñara,
carne se hizo. Con modos de azucena,
el futuro empezaba.