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Autor
Juan Ignacio Barrasa López (Departamento de Bioquímica y Biología Molecular I. Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Complutense de Madrid)

El Telar del destino

La hebra del destino, el ADN, da pie al autor a entrelazar mitología griega y biología molecular en un artículo que ha resultado ganador de la categoría de Monográficos del II Concurso de Divulgación Científica de la UCM.

Uno a uno, todos somos mortales. Juntos, somos eternos. Lucio Apuleyo

El Destino es caprichoso. Nadie lo discute. Es un enorme interrogante grabado a fuego en el Universo desde el Gran Estallido primigenio o, al menos, desde que nuestras evolucionadas mentes animales comenzaron a cuestionarse el sentido y la finalidad de su propia existencia. Numerosas religiones y corrientes filosóficas a lo largo de la historia han pretendido dar con la ansiada respuesta a esta incógnita, y en sus vanos esfuerzos nos han legado un colosal ideario de gran riqueza cultural. No sorprende, por tanto, que la mitología clásica dotara de entidad propia a todos aquellos fenómenos de la naturaleza a los cuales no eran capaces de dar explicación.

Los astros, volcanes, ríos, montañas, e incluso emociones como el amor, la envidia, o la furia, fueron representados como seres sobrenaturales por encima de las leyes humanas, pero sujetos a las divinas.

Y entre todos ellos El Destino constituye uno de los ejemplos más conocidos y llamativos, personificado en la mitología griega como Las Moiras.

Las Moiras son tres hermanas generalmente caracterizadas como ancianas que hilan en su telar el destino de los mortales.


Cloto, la más joven, guía con sus manos la rueca que porta los hilos que representan la vida de dioses y hombres, Láquesis dirige el curso de la vida dando vueltas al huso donde se enrollan estos hilos, y finalmente Atropos, la más anciana, es quien da fin a la existencia de cada individuo cortando las hebras con sus tijeras de oro. De este modo las siniestras hermanas guían inflexibles el curso de nuestros destinos, escritos en su telar desde el día en que fuimos concebidos.

El hombre sigue obsesionado por entender fundamentalmente tres incógnitas: la Vida, la Muerte y el Destino

Muchos siglos han pasado desde estas místicas representaciones. Siglos de progreso y de respuestas. Pero grandes incógnitas permanecen aún sin resolver, a pesar de los esfuerzos de ilustres científicos y pensadores por desentrañar los secretos que encierran. De entre todas ellas, el hombre sigue obsesionado por entender fundamentalmente tres incógnitas: la Vida, la Muerte y el Destino. Pero el ser humano es extraordinariamente complejo y, en muchas ocasiones, debe emplear modelos más sencillos que le permitan deducir conclusiones extrapolables a su propio organismo. Esta es la razón por la cual la mayor parte de los conocimientos que la Ciencia actual posee acerca de la Vida y la Muerte provengan del estudio de los pequeños ladrillos que conforman el enorme edificio de nuestro cuerpo: las células.

NADIE ES IMPRESCINDIBLE

Si hay algo que los estudios de Biología Molecular y Celular nos han enseñado es que nadie es imprescindible. Al igual que podemos sustituir unas tejas de nuestro tejado deterioradas por el paso del tiempo, o una pieza estropeada de nuestro ordenador, el cuerpo humano, y el de otros organismos más sencillos, posee mecanismos para reparar o sustituir células defectuosas o simplemente innecesarias.

A pesar de lo que muchos puedan pensar, existe un gran número de tipos distintos de muerte celular. El problema es que a la mayoría de nosotros nos viene a la mente el más popular, conocido como necrosis.

La necrosis es un proceso irreversible que conlleva la muerte celular por múltiples alteraciones, y que además supone la pérdida de la integridad de la membrana plasmática.

Sus causas pueden ser variadas, como un bajo aporte de oxígeno, traumatismos, infecciones, agentes químicos tóxicos, y muchos otros más.


En este caso podemos imaginar la célula como un globo lleno de agua que, al estallar, vierte su contenido al exterior. Aunque estas células muertas pueden ser sustituidas por otras nuevas y sanas (como cuando se cicatriza una herida), uno de los grandes inconvenientes es la liberación de su contenido al entorno.

Las células poseen una importante maquinaria interna que les permite degradar los nutrientes y otras sustancias complejas para aprovecharlos en su metabolismo o simplemente para eliminarlos.

El problema es que, al ser liberada, esa maquinaria puede afectar a las células vecinas provocando así un daño aún mayor.

A esto hay que añadir el hecho de que estos procesos necróticos generalmente desencadenan una respuesta inflamatoria en el organismo, con el consiguiente daño a las células circundantes.

Por tanto, podríamos afirmar que la necrosis es un proceso caótico.


Pero por otro lado existe un tipo de muerte celular mucho más ordenado y que remedia los molestos trastornos provocados por la ruptura de la membrana plasmática. La apoptosis, también conocida como muerte celular programada o suicidio celular, es un fenómeno controlado y silencioso que se caracteriza porque la célula moribunda condensa su contenido interno y se disgrega en pequeñas burbujas que serán posteriormente eliminadas. Los macrófagos (del griego macros phagein, que significa "gran comedor") son células del sistema inmune que se encargan de fagocitar los elementos extraños presentes en el organismo. De este modo, los restos derivados de las células apoptóticas son detectados y limpiados por los macrófagos, y en algunos casos por las células vecinas, evitándose así los inconvenientes derivados de la necrosis. Pero la pregunta que surge ahora es ¿qué desencadena este proceso de suicidio celular? Y es más, ¿cómo decide la célula que debe escoger este camino? La respuesta ya la intuían los antiguos griegos...

ADN, LA HEBRA DEL DESTINO

Para los griegos, nuestro sino estaba escrito en un delicado hilo que las Moiras manejaban a su antojo. Y no estaban muy equivocados, pues muchos siglos después sabemos que el auténtico material que encierra el secreto de nuestro destino es realmente una doble hebra: el ADN. Esta fascinante macromolécula porta toda la información genética que codifica no sólo para dar lugar a cada una de nuestras células, sino para originar un organismo completo. ¿Quién no queda maravillado y perplejo ante el aparentemente mágico proceso de desarrollo de un embrión hasta dar lugar a un pequeño ser humano?

El auténtico material que encierra el secreto de nuestro destino es realmente una doble hebra: el ADN

El ADN se comporta como un enorme libro de instrucciones que indica dónde, cómo y cuándo debe encajar cada una de las piezas. Uno de los mecanismos esenciales en este proceso de construcción es la apoptosis. Tanto en la metamorfosis de insectos como en la embriogénesis de mamíferos, un gran número de células desempeñan un papel transitorio en función de la etapa determinada de desarrollo. Pero una vez cumplido dicho papel deben ser eliminadas para, generalmente, ser sustituidas por otras células diferentes. ¿Nunca os habéis preguntado cómo desaparece la cola de un renacuajo para dar lugar a una rana adulta? Pues las células de esa cola sufren una muerte celular programada, que ya venía implícita en su información genética. Pero de igual modo que la apoptosis es fundamental durante el desarrollo embrionario, también lo es en numerosos procesos biológicos del individuo adulto, permitiendo mantener así un equilibrio interno también conocido como homeostasis. Cualquier defecto en las rutas de funcionamiento del suicidio celular puede dar lugar a diferentes enfermedades, algunas de ellas de extrema gravedad. Y hay una que destaca entre todas ellas y de cuyo nombre nos gustaría no acordarnos: el cáncer.

LA MUERTE A VECES ES BUENA

Quizá esta afirmación suponga un cambio de paradigma para todo aquel que no esté familiarizado con los procesos de apoptosis. El hecho es que cometemos un grave error al considerar siempre a la muerte como un evento perjudicial o nocivo.

La muerte es, en muchos casos, beneficiosa y necesaria. Todos los días una cantidad ingente de células muere en nuestro organismo para ser reemplazadas por otras.

Esto mantiene ciertos tejidos en constante renovación. Pero además supone un mecanismo esencial de control del número total de células de nuestro cuerpo, evitando así la aparición de tumores.

En realidad un tumor no es más que el crecimiento anormal de un grupo de células que, por motivos varios, se multiplican de forma descontrolada. Un gran número de diferentes tipos de cáncer derivan de mutaciones en genes implicados en el proceso de proliferación celular.


Pero muchos otros son consecuencia de alteraciones en los genes encargados del correcto funcionamiento de los mecanismos de apoptosis.

Vuelvo a remitirme en este momento a la sabia mitología griega. Cuentan que Apolo, tras emborrachar a las Moiras, consiguió que las tres hermanas accedieran a indultar a Admeto, permitiendo así que este eludiera su destino. En cierta medida, algunos tipos de cáncer también son provocados por el escape de algunas células a su destino. Cuando una célula está originalmente programada para morir, pero ha sufrido unas determinadas mutaciones que impiden el correcto funcionamiento de su maquinaria apoptótica, entonces se convierte en un ente prácticamente inmortal. La célula dañada no cesa de proliferar, al igual que su descendencia, pero nunca activa sus mecanismos de suicidio celular, apareciendo así una masa tumoral.

Un claro ejemplo es el de algunos casos de cáncer de colon. Las células del epitelio colónico se encuentran en constante renovación. La estructura de este tejido se asemeja a unas criptas, o a montañas y valles. Las células epiteliales más viejas se localizan en la zona superior de la cripta, mientras que en la base se encuentran unas células madre que se dividen constantemente dando lugar a un grupo de células jóvenes. Estas últimas, a medida que ascienden a la superficie de la cripta se van diferenciando hacia células epiteliales y, al alcanzar la cima, sustituyen a los ya deteriorados colonocitos más veteranos. Pero para que esto ocurra debe activarse la maquinaria de suicidio celular. Si esto no sucede comenzará a acumularse un grupo de células que, finalmente, darán origen a un tumor.


Lo más interesante es que ciertas sustancias presentes en el lumen intestinal, como el butirato, promueven la apoptosis de los colonocitos localizados en la superficie de las criptas aunque, en algunos casos, estos son capaces de eludir su destino. Y esta es una incógnita a la que desearíamos poder dar respuesta...

NUESTRO GRANITO DE ARENA

Aquí es donde entra en juego la labor investigadora del Departamento de Bioquímica y Biología Molecular I de la Universidad Complutense de Madrid. El grupo dirigido por la Dra. María Antonia Lizarbe lleva años analizando el efecto de diferentes componentes del lumen intestinal sobre células de adenocarcinoma de colon humano. Estos estudios han permitido caracterizar algunos de los mecanismos que emplean las células tumorales para activar el proceso de apoptosis en presencia de butirato y de otros componentes presentes de forma natural en el colon humano, como los ácidos biliares.

El butirato es un ácido graso de cadena corta que genera la flora bacteriana intestinal durante la fermentación anaerobia de la fibra. Tras largos años de trabajo, este grupo ha conseguido generar una línea celular de adenocarcinoma de colon resistente a los efectos apoptóticos de este agente. Esto supone un modelo de estudio sumamente útil puesto que nos permite comparar las diferencias entre dichas células resistentes y la línea parental, sensible al butirato, de la que derivan. Los análisis genéticos han revelado que el butirato es capaz de activar y de reprimir la expresión de distintos genes en ambas líneas celulares, algunos de ellos implicados en la regulación del ciclo celular y en el proceso de apoptosis. Lo realmente fascinante de esta investigación es intentar entender por qué se activan o reprimen una serie de genes específicos en presencia de butirato. ¿Existen regiones en nuestro ADN capaces de detectar la presencia de esta sustancia, modificando así el perfil de expresión génica de la célula? El estudio de diferentes promotores (regiones del ADN que regulan la actividad de un gen) nos ha permitido detectar secuencias que responden al tratamiento con butirato, identificando así los factores de transcripción (proteínas reguladoras de la expresión génica) responsables de esta curiosa respuesta (dos de ellos son Sp1 y NF-Y). Tras el tratamiento con butirato, estas proteínas sufren modificaciones (como fosforilaciones o acetilaciones) que alteran su actividad a la hora de activar o reprimir la expresión de un gen.

Aunque queda aún mucho trabajo por hacer, y el nuestro es tan sólo un pequeño grano de arena en el inmenso desierto de la investigación en cáncer, poco a poco van apareciendo oasis de conocimiento que nos ayudan a entender mejor los fundamentos de estas respuestas celulares. Quizá algún día el ser humano sea capaz de conocer los secretos que encierra este pequeño ladrillo que es la célula. Quizá así seamos capaces de enfrentarnos a nuestro destino y, por qué no, de eludirlo. Cuando llegue ese momento es probable que los científicos echen la vista atrás hasta nuestros días, contemplando nuestro conocimiento del mismo modo que nosotros contemplamos el de los antiguos griegos, e igualmente se percatarán de que no estábamos tan equivocados. Hasta entonces, las imperturbables Moiras seguirán manejando inexorablemente los hilos de nuestras vidas en su sombrío telar...

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