Ausente, fino y realista; siempre enredado en el
laberinto bello de los sutiles encajes de vida de su
microscopio. No conozco cabeza tan nuestra
como la suya, fuerte, delicada, sensitiva, brusca,
pensativa. Los ojos no miran nunca a uno - a
nada con límite-; andan siempre perdidos, caídos,
errantes, como buscándose a sí mismos en el
secreto, para mirarse, al fin, frente a frente.
Un balanceo, una oscilación como de niño
tímido, en todo él, con bruscas erupciones de
palabras firmes, plenas, completas, terminantes -
hijo salido de madre- como de niño también, que
asegura la verdad. Y se va -caído de un lado-,
de los dos -alternando-, suelto, desasido, con un
paraguas, por ejemplo, que, en su mano, no
parece que haya de abrirse para la lluvia; con un
abrigo casual, con un sombrero no puesto.
Lo he visto, una vez, en un tranvía, una tarde
de lluvia larga, total y ciega, ponerse en la melena
plateada las gafas para leer, olvidarse, reclinarse
contra el cristal, y seguir así, mirando, en ocio
lleno, dejado y melancólico, su infinito.