El rayo
Como caballo salvaje,
saltando de nube en nube
corre inquieto, baja y sube
sin rienda ni vasallaje;
tenido fue por mensaje
de celestiales enojos,
pues, lanzando dardos rojos,
el alto muro derrumba,
y abre inesperada tumba
a polvorientos despojos.
Caudillo de la tormenta
que agita los hondos mares,
tronza robles seculares
y al fuego voraz afrenta:
¿ quién tomará por su cuenta
domeñar su furia brava?
¿Quién del torrente de lava
pondrá dique a la carrera?
El hombre, el hombre a la fiera
convierte en dócil esclava.
Franklin, con el rayo en guerra,
en su empeño no decae,
y encadenado lo atrae
a los centros de la tierra
ya con su lampo no aterra
la medrosa muchedumbre;
ya con fatídica lumbre,
centelleando no corre,
ya no abate excelsa torre
ni perfora la techumbre.
Pero es poco: el hombre quiere
mostrar su egregio blasón,
trocando la condición
del rayo, que mata o hiere;
que ha de conseguirlo infiere
frente a frente o de soslayo,
y, sin tregua ni desmayo,
tan ardua tarea empieza,
que se ha puesto en la cabeza
dar educación al rayo.
Ya por hilos conductores
le dirige con cariño,
como al inseguro niño
que camina entre andadores;
tras luchas y sinsabores,
tal enseñanza recibe,
tanto por él se desvive,
y sus facultades labra,
que transmite la palabra,
y, andando el tiempo, la escribe.
Pero es poco: ya triunfante
fijó la indecisa luz,
que haciendo la santa cruz
advertía al caminante,
ya la luna vergonzante
casi a salir no se atreve
y, con pena que conmueve
lo contemplan desmembradas,
esas luces decantadas
del gran siglo diez-y nueve.