DEVOTOS Y MÁRTIRES DE LA CIENCIA<br>
Narrando las vidas privadas de los científicos
Reseña realizada por Tiago Saraiva<br>
Instituto De Historia. CSIC
El argumento está claro desde el principio. Ser científico exige el abandono de las obligaciones familiares. El esfuerzo y emoción puestos en el trabajo por aquellos que se dedican a la ciencia les convierten en personajes incapaces de cambiar pañales u ocuparse de la colada. Es más, sería una afrenta a la civilización obligar a tan venerables personajes a ocuparse de tan bajos asuntos. Y entonces sólo quedan dos posibilidades: o bien el científico le hace caso a su pareja, cede al peso de lo cotidiano, y se condena a la irrelevancia; o, por el contrario, decide seguir su camino, hacer honor al don que le fue concedido, siendo entonces un personaje huraño, siempre dispuesto a cambiar el confort del hogar por el perturbador diálogo con los misterios del mundo.
Lynn Margulis, reputada catedrática de Geociencias y miembro de la Academia de Ciencias de Estados Unidos, empieza sus Historias de amor y ciencia, con el relato de su decepcionante encuentro de juventud con J. R. Oppenheimer, el padre de la bomba atómica. Margulis, que había cruzado varios estados norteamericanos llevada por las grandes cuestiones de si se debería o no haber lanzado la bomba, lo que le atrae verdaderamente es el legendario sex appeal intelectual de quien había sido capaz de mantener unidos a los más brillantes cerebros de su época. Y para su decepción se encuentra con un hombre demasiado maleable, que "se parece a los demás", ahogado por una esposa que constantemente le recuerda sus deberes con los niños. Sólo por un breve instante, mientras la señora Oppenheimer leía sus revistas, pudo Margulis captar una centella luminosa producida por el más famoso de los científicos norteamericanos de los cuarenta.
Los otros relatos no son más estimulantes. El tema es siempre el desencuentro entre amores y ciencia, y dan cuenta, ya no de la renuncia de los científicos, sino del dolor que pueden producir a su alrededor unos personajes inmersos en sus obsesiones. Un dolor tanto más grande si la persona que elegimos para compartir la vida entiende de ciencia. Esta parece ser otra de las conclusiones del libro: las parejas más infelices son las que no están dispuestas a renunciar a nada, en las que conocimiento y sentimiento se entrecruzan por los cuatro costados. Y mientras nos vamos enterando de las torpezas de unos científicos que "carecen de metodología para mirar el alma de otra persona", la autora nos conduce por los pasillos de la ciencia, los congresos internacionales, los proyectos multidisciplinares y las rivalidades nacionales. Se trata de hecho de una amena lección de sociología de las ciencias, de las luchas intestinas en los laboratorios, del imperialismo científico anglosajón, o del "pacto con el diablo" que significa ceder a la Big Science y sus millonarias financiaciones. Así que no son sólo los amores que distraen los científicos de su excelsa tarea de producción de conocimiento original, sino también la "codicia académica, codicia científica, codicia empresarial, codicia gubernamental." Todo eso debe ser resistido para preservar el amor a la ciencia.
Margulis, en la senda de los mejores escritores de divulgación científica, no hace de ese amor a la ciencia un hecho risible, sino que es capaz de transmitir todo lo emocionante y hermoso que puede ser la búsqueda del anhelado ¡eureka! . Ahora bien, aún cuando sus personajes hayan sido picados desde niños por el bicho de la ciencia, todos ellos son científicos reconocidos en su campo, llamados a ejercer cargos importantes, y por lo tanto expuestos a muchas de esas codicias. Lo sorprendente, y a la vez interesante, es sugerir que la ilusión del niño judío francés, que hace experimentos gaseosos para ignorar las injusticias de la guerra, es la misma que le impide al futuro director del Instituto de Química Atmosférica mantener una relación estable con la mujer de la que se enamoró.
El hecho es que las vidas de algunos de esos investigadores se parecen más a la de ejecutivos de grandes compañías multinacionales que a los relatos heroicos que nos han acostumbrado las biografías tradicionales de científicos como Pasteur, madame Curie, o Cajal. Y si es así, el problema no es tanto la ciencia, sino cualquier actividad que exija una dedicación poco acorde con las obligaciones familiares. Un problema tanto más evidente cuanto cada vez estamos más acostumbrados a que se nos exijan horarios flexibles y desplazamientos poco compatibles con el cole de los niños. Quizás el modelo heroico aplicado a la marcha de la ciencia no sea el que mejor se adecue a las sociedades democráticas en las que vivimos. Freud, Joyce o Pessoa nos han enseñado ya, que el más gris de los hombres es tan complejo e interesante como los héroes de antaño, por lo que no es de recibo seguir aceptando un estatuto especial para los que se dedican a la investigación científica. Otro tanto se puede decir para escritores, músicos o artistas. Y la verdad es que el número de divorcios no para de aumentar, tratando cada uno de reclamar su derecho a la realización de su proyecto personal.
Dicho esto, es difícil no emocionarse con el final del libro en el que dos científicas, después de una larga confidencia recíproca de sus desamores, se encaminan deprisa y alegres a sus respectivas sesiones científicas, dispuestas a no llegar tarde. La vocación moderna no implica seguramente un exclusivo ejercicio de la ciencia, pero es difícil imaginar ciencia sin vocación. Abandonar el gran relato de la ciencia no significa renunciar a la admiración por la vocación científica. Pocos serán los que todavía defiendan que las Reglas y consejos de Cajal sean la mejor forma de iniciar a los jóvenes en una carrera de investigación, pero no por eso uno le da menos valor a quien fue capaz de producir ciencia de calidad en un entorno tan adverso. Emile Cioran, en sus Exercices d'admiration, nos exhorta a ejercitar formas de no perder la altura de lo excelso, para que las obras no se pierdan en la indiferencia generalizada. Es sin duda un ejercicio muy difícil el que se nos propone, pero también muy necesario, el de eliminar las viejas y aristocráticas falsas loas sin perder la sensibilidad para lo más elevado y profundo.