Imagen de la Tierra desde el espacio. / NASA
Fecha
Fuente
El Confidencial
Autor
Alberto Aparici

El origen de la Tierra hace 2.500 millones de años: así inventaron las bacterias el mundo

Gracias al oxígeno el mundo fue convirtiéndose en el que conocemos: el hierro de los océanos empezó a oxidarse y cayó al fondo hasta exhibir el color azulado actual. Así comenzó todo.

Planeta Tierra, hace 2.500 millones de años. Es una época tan remota que los dinosaurios esperan en un futuro lejano. Ni siquiera existen los continentes, en el sentido moderno del término. Y sin embargo este mundo ya no es un jovenzuelo: lleva más de 2.000 millones de años dando vueltas en torno al Sol. Está habitado desde hace más de 1.000 millones. Y está a punto de vivir la revolución más drástica desde la formación de la Luna. Para entender el alcance de ese cambio copernicano sólo necesitamos una palabra: oxígeno. Los responsables no fueron seres ultra-tecnológicos ni algún fenómeno cósmico. Estamos al principio de la era paleoproterozoica, en el corazón del reinado de las bacterias.

En la Tierra moderna el oxígeno es una de las piedras angulares de la vida: constituye el 20% de la atmósfera, un gran número de seres vivos lo respiran y otros, sobre todo algas y plantas, lo expulsan a la atmósfera durante la fotosíntesis. La razón de su éxito es que el oxígeno es una sustancia muy reactiva, que rompe fácilmente otras moléculas y libera energía que podemos almacenar y utilizar. Precisamente por eso también es un potente veneno, capaz de trocear a un ser vivo y dejarlo inservible en poco tiempo. Los organismos que convivimos rutinariamente con este Jekyll y Hyde de la química hemos desarrollado mecanismos para defendernos de él, proteínas que desactivan los compuestos nocivos que crea el oxígeno antes de que puedan hacernos daño.

Pero todos estos han sido inventos tardíos. Sabemos que en los primeros años de nuestro planeta el oxígeno estaba totalmente ausente. Lo podemos leer en uno de los libros más duraderos que ha diseñado la naturaleza: las rocas. Si analizamos rocas creadas antes de hace 2.500 millones de años vemos que los óxidos son escasos; por otro lado, los isótopos de azufre en esas mismas rocas, que son un indicador de la presencia de radiación ultravioleta, nos dicen que la Tierra no tenía capa de ozono, una molécula formada por tres átomos de oxígeno. Los registros son definitivos: la mayoría de la vida moderna habría muerto asfixiada en las primeras atmósferas de la Tierra.

¿Qué hacían los primeros seres vivos para sobrevivir en estas condiciones? No lo sabemos con seguridad, pero sí sabemos que en la actualidad existen familias enteras de bacterias que viven de espaldas al oxígeno: utilizan azufre, hierro o hidrógeno para sus particulares versiones de la respiración. Sospechamos que estas familias de microorganismos prosperaron durante los primeros años de nuestro planeta, se volvieron diversas y exploraron muchas otras formas de estar vivo. Tuvieron millones de años para convertirse en los laboratorios de química más refinados de la historia de la vida. Algunas hicieron un descubrimiento que ha trascendido los tiempos y que todavía nos afecta: se dieron cuenta de que para romper moléculas y construir las suyas propias podían usar la luz del Sol. Aquellas bacterias acababan de inventar la fotosíntesis.

No estamos del todo seguros de cuándo ocurrió. Cada vez más evidencias apuntan a que fue pronto, quizá hace 3.400 millones de años, pero estas evidencias siguen siendo controvertidas. Lo que sí tenemos bastante claro es que probablemente aquellas primeras pioneras tampoco estaban interesadas en el oxígeno, porque si lo hubieran estado podríamos verlo en las rocas de esas épocas. La asociación entre fotosíntesis y oxígeno se debe a que la fotosíntesis de plantas y algas es productora de oxígeno, pero eso no es cierto en otras ramas del árbol de la vida: en bacterias al menos seis grupos utilizan la luz del Sol como combustible, pero sólo uno de ellos sabe romper las moléculas de agua y producir oxígeno; las plantas son sus herederas directas, las que mejor han refinado este procedimiento.

Las demás bacterias fotosintéticas utilizan mecanismos parecidos, pero en lugar de oxígeno a menudo producen azufre, una sustancia que seguramente era abundante en los océanos de la Tierra primigenia. Comparando los genes de unos y otros grupos de bacterias hemos descubierto que las productoras de oxígeno aprendieron relativamente tarde a hacer la fotosíntesis, y es probable que tomaran prestados los genes de alguna de sus primas. En definitiva, la fotosíntesis era una idea tan buena que apareció pronto en la historia de la vida, pero el oxígeno se hizo más de rogar. Los detalles de cómo y por qué se produjo este retraso todavía no son bien conocidos.

Pero si pudiéramos viajar a esta época –equipados, eso sí, con un buen balón de oxígeno- seguro que lo primero que nos llamaría la atención no serían las sutiles diferencias en la biología de unos bichitos que apenas podemos ver. Es probable que nos fijásemos más en que el mar es de color verde, y el cielo de un anaranjado turbio. No nos hemos equivocado de planeta, es que si cambiamos la química cambian los colores.

El hierro, un metal abundante en la Tierra, es insoluble en agua cuando está oxidado, pero en estos océanos sin oxígeno estaría disuelto en grandes cantidades, tiñéndolos de su propio color: el verde. En la atmósfera, muchos gases que el oxígeno destruye rápidamente tendrían vidas largas, entre ellos uno que producen muchos seres vivos: el metano. Por sí solo el metano es transparente, pero si está mezclado con nitrógeno y lo bombardeamos con rayos ultravioleta forma compuestos orgánicos de un distintivo color naranja, como los que vemos en algunos cuerpos del Sistema Solar. Y como sabemos que la Tierra primigenia estaba bañada en radiación ultravioleta... el cóctel para un brumoso cielo naranja estaba servido.

La irrupción del oxígeno terminó con estas maravillas de la antigüedad. Qué ocurrió y cómo ocurrió son preguntas que aún estamos aprendiendo a contestar, pero las pruebas son inequívocas: a partir de los primeros años del paleoproterozoico se produce un aumento del oxígeno a escala global. En las rocas, la proporción entre isótopos de azufre cambia, informándonos de que se ha formado una capa de ozono incipiente; los minerales, en general, aparecen más y más oxidados. En 300 millones de años el oxígeno se asienta, tanto en la atmósfera como en las aguas menos profundas de los océanos. A esta transición la llamamos la Gran Oxigenación, y es la prueba de que una nueva estirpe, las bacterias productoras de oxígeno, se estaba empezando a adueñar del mundo.

Gracias al oxígeno este mundo antiguo fue convirtiéndose en el que conocemos: el hierro de los océanos empezó a oxidarse y cayó rápidamente al fondo; por primera vez, los mares exhibieron un color azul que hoy nos es familiar: el color del agua. En la atmósfera, el metano y las neblinas naranjas se oxidaron y dejaron paso al dióxido de carbono y los óxidos de nitrógeno, que posiblemente hicieron ácido el aire durante un tiempo. Cuando la lluvia despejó esos vapores ácidos lo que quedó se empezaba a parecer a la atmósfera actual: un aire transparente y cielos azules por la dispersión de Rayleigh. Un mundo había pasado a la historia y otro acababa de nacer. Las bacterias productoras de oxígeno habían ganado la partida.

La cara amarga de esta historia la recordamos menos: donde hay ganadores a menudo hay también perdedores. Antes contábamos que hacen falta habilidades especiales para sobrevivir rodeados de este veneno, el oxígeno. Hoy en día no todos los seres vivos las tienen, y nada hace pensar que el pasado fuera diferente. Creemos que la llegada del oxígeno fue letal para casi todos los microorganismos del planeta, y posiblemente éste fue el momento de la mayor extinción de la historia de la vida. Fue una extinción lenta, silenciosa, sin testigos, un envenenamiento global que hoy sólo podemos intuir en un puñado de rocas. Irónicamente, la misma arma química que actuó de ejecutora daría después la vida a millones de generaciones.

Nuestro planeta es un mundo apasionante, y lo fue también en el pasado. Desde hace tiempo, con la paciencia de un geólogo, estamos intentando arrancar esa historia de las piedras. Lo que sabemos pone la piel de gallina, y es probablemente sólo una fracción de lo que pasó. Imaginemos ahora lo que podremos saber dentro de unos años. Imaginemos, sobre todo, lo que no conseguiremos saber jamás.

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