Frente a la letanía tan pesada que asegura que en España nunca ha habido ni científicos ni ciencia, la realidad nos muestra que sí, que los ha habido pero que no lo sabemos. En estas mismas páginas hay una buena colección de científicos a los que negamos, por ignorancia. Santiago Ramón Cajal, esa gloria nacional, ayudó a propagar esa idea con su frase sobre el carro de España y la rueda de la ciencia, pero su propia figura le desmiente. Cajal fue quien fue debido, claro, a su férrea voluntad y a su inteligencia, sí, pero también gracias a que Aureliano Maestre de San Juan le enseñó a mirar por un microscopio, a que la Diputación de Zaragoza le regaló uno, a que Luis Simarro, que se había formado en París, le enseñó a tintar... Es decir, tuvo maestros y tuvo ayudas. Decía Laín Entralgo -<em>Cajal por los cuatro costados</em>- que pensar en el histólogo como un milagro nos exime de la responsabilidad de trabajar más en ciencia porque los milagros son irrepetibles, pero que Cajal no era un milagro, era el producto de muchas circunstancias.
Otro de estos milagros, aunque no creía en ellos, amigo y compañero de tertulia de Cajal, catedrático de biología durante 44 años, la mitad en Barcelona y la mitad en Madrid, fundador del instituto español de Oceanografía -1914- es Odón de Buen, perfecto olvidado. El problema no es que no tengamos científicos, es que no les dedicamos calles ni plazas. Odón de Buen, una figura clave en las ciencias biológicas españolas, era una figura en su tiempo y, como tantos, hoy ya no es ni un recuerdo.
Odón de Buen nació en Zuera, el 18 de noviembre 1863 y murió en México, el 2 de mayo de 1945. En esos 82 años le pasaron muchas cosas porque, un poco como
Forrest Gump, estaba en el momento oportuno en el sitio adecuado. Se le podría caracterizar por su tesón, sus firmes y claras ideas, su visión política de la vida, su interés por escribir y divulgar, su capacidad para las relaciones públicas, su profunda pasión por la enseñanza, su irrenunciable vocación de diálogo manteniendo siempre firmeza en las convicciones y flexibilidad en las maneras. Y, desde luego, por un olvido posterior más allá de toda comprensión.
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No es que no tengamos científicos, es que no les dedicamos calles ni plazas. Odón de Buen, una figura clave en las ciencias biológicas españolas, era una figura en su tiempo y, como tantos, hoy ya no es ni un recuerdo |
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Nacido en una familia humilde, De Buen pudo estudiar gracias a que era un alumno brillante y a los cambios de leyes que trajo consigo la Primera República y, sobre todo, gracias a las ayudas del ayuntamiento de su pueblo, Zuera, y al esfuerzo de su familia, al que hay que sumar el suyo propio. Simpático y brillante, desde muy pequeño, ya con once o doce años ayudaba en casa dando repasos a otros compañeros de cursos anteriores, tanto en Zaragoza, donde terminó el bachillerato y estudió el preuniversitario, como en Madrid, en sus años en la facultad de Ciencias. Gracias a eso conoció a Nicolás Salmerón -dio clases a uno de sus hijos-, uno de los cuatro presidentes de la Primera República y su padrino político, a cuya sombra dio mítines y conferencias llegando a ser senador del Reino.
Además, en aquellos años universitarios su inquietud política le llevó a conocer a otra de las personas claves en su vida, su mentor, y luego su suegro, Fernando Lozano, propietario del periódico Las Dominicales del Libre Pensamiento, en donde De Buen aprendería a escribir para el público, no solo para sus colegas científicos.
Fernando Lozano le hizo ciudadano y por eso, este periódico semanal fue para él tan escuela como las aulas de la universidad, o quizá más. Y junto a él se introdujo en la masonería y abrazó los ideales del libre pensamiento que sostendría toda su vida. Esa manera de estar en el mundo, crítico, solidario, valiente, insobornable, "radical en el fondo y suave en las formas", sería su sello de identidad más característico, el que le llevaría, años después, a enfrentarse a otro de sus maestros más queridos, Ignacio Bolívar, director del Museo de Historia Natural y la persona que le convirtió en lo que fue desde el punto de vista científico.
Además, en las aulas, se hizo doctor en ciencias naturales, así que, dotado de aquellos conocimientos, y de aquel tesón, ayudado por muchos y buenos maestros, como el citado Ignacio Bolívar y José Macpherson, Lucas Mallada, Benjamín Máximo Laguna y Juan Vilanova, entre otros, la labor que emprendió, en el campo educativo y en el de la institucionalización de la ciencia del mar fue enorme. 25.000 alumnos a lo largo de 44 años de catedrático dan mucho de sí, sobre todo si se es un profesor que deja huella por sus conocimientos, por su didáctica y por su dignidad.
Por fortuna estaba en el sitio adecuado en el momento oportuno, por fortuna y porque no paró un minuto de buscar esa fortuna, de procurar, como decía Picasso, que la inspiración le pillara trabajando. Su sentido gremial, producto también de su don de gentes y de su visión política de la vida, hizo posible que se apoyara en gremios diversos para progresar. Así, miembro activo de su grupo generacional de naturalistas, estaba en la Real Sociedad de Historia Natural la precisa tarde en la que se supo que un barco de guardiamarinas daría la vuelta al mundo y que la Sociedad trataría de meter allí una comisión de naturalistas. La tarde precisa, el momento exacto.
Aquello no fue finalmente la circunnavegación de tres años que se había previsto, pero los cinco meses que pasó embarcado en la Blanca y visitando museos y facultades de ciencias cambiarían completamente su vida y, aunque resulte un poco grandilocuente decirlo, cambiarían la oceanografía española y ayudarían a cambiar la manera de enseñar en la universidad. En el momento de transición en el que le tocó ser estudiante, la mayoría de los profesores practicaban las clases más o menos magistrales y muy alejadas del campo. Hablar de bichos o de plantas sí, pero ni tocarlos. Bolívar había empezado a llevar a sus alumnos de excursión y De Buen, cuando fue catedrático, basó toda su enseñanza en las salidas al campo y en las prácticas de laboratorio. Tal y como ha escrito el historiador de la ciencia Thomas Glick, "es importante darse cuenta de que De Buen está aquí describiendo una revolución en la enseñanza de las Ciencias Naturales, a base de trabajos de laboratorio y excursiones al campo, que él inició. No se trata sólo de una revolución conceptual. Faltaban marcos institucionales cuya institucionalización él mismo tuvo que estimular"[1].
Y se convirtió en paladín del evolucionismo, que entonces se llamaba transformismo, e introdujo la doctrina de Darwin en sus manuales universitarios, lo que le valió el intento de expulsión de la cátedra, en 1895, por parte del obispo de Barcelona. Tras dos meses de jaleos bastante notables, y con la universidad cerrada, De Buen se salió con la suya y el expediente quedó en nada, pero él supo aprovechar una buena crisis para salir reforzado. Se incrementó su popularidad, los periódicos hablaban de él todo el tiempo, y encima publicó un libro de divulgación sobre ciencias naturales que supuso para él, y para el editor, un buen negocio. Tal y como escribió, "no salí mal económicamente del percance"[2].
Quizá aprovechando ese tirón de popularidad, además de sus fuertes convicciones políticas republicanas, fue elegido varias veces concejal del ayuntamiento de Barcelona en los primeros años del siglo XX y, en 1907, senador del Reino por Solidaritat Catalana, el conglomerado republicano que había organizado Nicolás Salmerón en Cataluña. Fue senador durante un año, hasta que cambió el Gobierno tras los sucesos de la Semana Trágica, en los que De Buen también tuvo alguna implicación puesto que era profesor en la Escuela Moderna que había creado Francesc Ferrer, quien fue fusilado acusado falsamente de haber organizado el motín que se convirtió en la Semana Trágica.
A lo largo de su toda su vida Odón de Buen, cabezota y apasionado, no se apartó de su camino ni un momento, pero lo fue variando a medida que diversas situaciones fueron confluyendo. Por ejemplo, la muerte de Nicolás Salmerón supuso un cambio de rumbo. Recién terminada su etapa como senador, el hecho de no salir elegido nuevamente y la desaparición de su jefe hicieron que se dedicara en cuerpo y alma a la ciencia, y a la organización de la ciencia, y dejara de lado la política. En un ditirámbico artículo con motivo de su jubilación se hacía referencia a esta circunstancia añadiendo que España "ganó un oceanógrafo pero perdió, quizá, un presidente de la República"[3].
En la encrucijada entre la ciencia y la política tomó, además, otro camino diferente, que fue el de la organización de la ciencia. Su importancia no radica en su relevancia como oceanógrafo, sin duda sus dos hijos que trabajaron en el IEO, Rafael y Fernando, fueron ambos mejores investigadores, si lo medimos con el rasero de las publicaciones originales, pero pudieron ser los investigadores que fueron porque, más allá de las relaciones de parentesco, encontraron el marco adecuado, que había creado Odón de Buen.
Así, lo que tiene de valiosa esta generosa postura de De Buen es que sacrificó su propia investigación para emplear su tiempo en los cabildeos y politiquerías sin las cuales el IEO no se hubiera creado nunca o hubiera languidecido sin pena ni gloria como otras instituciones científicas. A de Buen se le puede aplicar con justicia esta cita dedicada a quienes en los años 80 del siglo XX sentaron las bases de la política científica española: "El precio que representó para su productividad científica la dedicación temporal a la actividad política ha tenido como contrapartida la enorme contribución de su gestión al incremento de la calidad investigadora de la comunidad española. Son personas generosas que han trabajado toda su vida para mejorar la sociedad, tanto en la política como en la universidad o en investigación. No deberíamos olvidar quiénes fueron y cómo lo hicieron"[4].
Con ese tesón, y esa renuncia personal, creó, cuando era catedrático en la Universidad de Barcelona, el laboratorio de Palma de Mallorca, a imagen y semejanza del laboratorio francés Aragó, en Banyuls-sur-Mer, que visitaba cada año con sus alumnos. Lo fundó en 1906, pero, otra muestra más de cómo era, no lo inauguró hasta 1908, siendo ya senador y cuando pudo reunir los fondos para organizar un viaje con periodistas y fletar un barco para todos.
Poco después fundó otro, en Málaga, y en cuanto le fue posible y recurriendo a todas sus redes, incluso las monárquicas, el IEO, en 1914. Al Instituto añadió, además de sus dos laboratorios, el que había creado en Santander González Linares. Pero hasta 1917 no pudo el IEO contar de verdad con la estación de Santander, y lo pudo hacer después de una bronca formidable con Ignacio Bolívar y su poder omnímodo en las ciencias naturales. Bolívar quería un solo organismo que se ocupara de todas las ciencias naturales y todas bajo su mando, mientras que De Buen, que tenía su propia ambición, pretendía crear un centro oceanográfico moderno, con investigación básica y aplicada, es decir, con lo que hoy llamamos ecología marina -también era un adelantado en eso-, y conocimiento y regulación pesquera basada en datos y con presencia y relevancia internacional. Fue también de los primeros en darse cuenta de la importancia que para el estudio del mar tenía el que fuera acometido por muchos países a la vez, que era un estudio necesariamente internacional. Que el IEO ocupe hoy el indiscutible lugar que ocupa en el panorama internacional de la oceanografía está directamente relacionado, por tanto, con la intención con la que, hace ciento dos años, fue creado.
Así pues, su labor científica, además de sus propias investigaciones, brilla en el campo de la enseñanza y la formación de discípulos y en la creación de estructuras de investigación. El IEO, primero con los tres laboratorios, y luego con otros más en Vigo y Las Palmas de Gran Canaria, además de con su gran presencia internacional, supuso un lugar inmejorable para el florecimiento de la oceanografía en España.
Durante los años de la dictadura de Primo de Rivera, otro antiguo alumno suyo y por tanto, amigo, pudo hacer del IEO un lugar muy importante, entre otras razones porque se supo ayudar de la Armada, no es posible hacer oceanografía sin barcos, y pese a sus pelas con los ministerios de ciencia. Así, la década de 1920 fue para él una década prodigiosa en la que las campañas del Instituto daban notables frutos científicos, se publicaban trabajos de primer orden y él ocupaba cargos relevantes en las instituciones científicas europeas que se estaban creando en esa época.
En 1934 se jubiló como catedrático, no como director del IEO, pero la llegada de la República, un ideal por el que había luchado toda la vida, le desencantó. No tuvo la influencia que pretendía y, sobre todo, la radicalidad política le era ajena. En 1936, un día antes del golpe de Estado, llegó a Palma, un lugar que suponía más tranquilo que el agitado Madrid, pero allí triunfaron los sublevados y, a los 72 años, le encarcelaron. Pasó un año en la cárcel y fue canjeado por una hija y una hermana de su amigo Miguel Primo de Rivera.
El resto de la Guerra lo pasó en Barcelona y en 1939 cruzó a Francia, a su querido Banyuls-sur-Mer, que tampoco era ya el de entonces. Allí murió su mujer, un puntal básico en su vida, y desde Francia tres de sus hijos -los dos oceanógrafos y el mayor, abogado- marcharon al exilio, a México. Otro había sido fusilado por los sublevados en 1936, otro estaba preso y no se pudo exiliar hasta 1952, y uno más, el pequeño, al que el principio de la Guerra pilló en Canarias, se quedó en España y llegó a ser el primer rector de la Politécnica de Barcelona. Los seis hijos eran, como el padre, brillantes cada uno en su especialidad.
Su magisterio renovador en la docencia universitaria, su postura de pionero en la introducción académica del darwinismo en España, su papel como introductor e institucionalizador de la oceanografía en España y su relevante posición internacional, sucediendo al príncipe Alberto de Mónaco en algunos de sus cargos internacionales, hacen de él un personaje poco habitual. La vigencia de su legado, algo que le preocupaba, está garantizada "¿Me sobrevivirán mis fundaciones oceanográficas? No creo que la labor de medio siglo haya sido baldía. No sembré en arenales estériles"[5].
[1] WGlick, Thomas F., 1989: La ciencia contemporánea en las memorias de Odón de Buen, Actas del V Congreso de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias y de las Técnicas, M. Valera y C. López Fernández (eds.), Tomo 1, pp. 229-243. [232]
[2] Odón de Buen, Mis memorias, Institución Fernando el Católico, 2003, pág. 65
[3] El Heraldo de Madrid, 15/12/1933, pág. 7
[4] Victoria Ley. www.jotdown.es/author/victoria-ley
[5] Buen, Odón de, 1989: Síntesis de una vida política y científica, Zaragoza, Ayuntamiento de Zuera, Institución Fernando el Católico, pág. 98.