Objeción de conciencia e investigación científica
El rápido progreso científico y tecnológico ha hecho surgir varias <a href="http://www.madrimasd.org/InformacionIDI/Noticias/Noticia.asp?Buscador=OK&id=19189&Sec=2" target="_blank">cuestiones éticas</a> de importancia que deben tenerse en cuenta a la hora de evaluar los avances en la medicina, la ciencia y la tecnología. Así mismo, hay que abordar las preocupaciones públicas para evitar que se cree un entorno hostil alrededor de la innovación científica y tecnológica.
Las relaciones entre ciencia y ética han sido objeto de innumerables estudios y comentarios. Sin embargo, se echa en falta un análisis preciso sobre el alcance y límites de la responsabilidad moral del investigador científico, y sobre su capacidad para buscar la verdad sin traicionar sus propias convicciones. En un entorno institucional en que los descubrimientos no se deben al talento y al trabajo de figuras aisladas, sino al esfuerzo conjunto de muchos especialistas actuando en equipo, y cuando el origen y fines de la financiación de los proyectos científicos es una cuestión crucial, es importante poner sobre la mesa el tema de la libertad del científico para hacer ciencia.
Esta libertad no supone que el investigador pueda desligarse de las exigencias metodológicas que rigen la actividad científica: en concreto, de la revisión crítica de todos sus procesos. Me refiero aquí a la libertad que el científico opone a realidades como la opresión, el dogma, la intolerancia, la opresión, el crimen o el privilegio, elementos todos ellos que pueden aparecer en el momento de la selección de los problemas a abordar o en el momento de la valoración y aplicación de los resultados.
Si exigimos responsabilidad ética al investigador, si nos parece rechazable que aporte su talento para la consecución de fines espurios o criminales, si ponemos en cuestión la mercantilización de la ciencia, la contrapartida lógica debería consistir en garantizar su libertad de opción a la hora de embarcarse en uno u otro proyecto científico. En última instancia, se trata de hacer posible que la ciencia que hace el investigador esté en función directa con lo que éste piensa.
Uno de los puntos que no cabe dejar de lado al abordar esta cuestión es el relativo a las normas que regulan la actividad científica, las normas que estipulan los derechos y las obligaciones de los investigadores, que definen su status (funcionarial, laboral...) y su independencia, sus relaciones con el sector empresarial, y su responsabilidad ante los ciudadanos. Y me gustaría incidir, en este comentario, en la posible objeción de conciencia de los científicos ante dichas normas.
Se plantea la cuestión de hasta qué punto un investigador, formando parte de un proyecto de investigación científica financiado total o parcialmente con fondos públicos, está legitimado para rechazar (por motivos éticos, políticos, o de otro tipo) su participación en una parte del proyecto, o desautorizar ciertas utilizaciones de los resultados de la investigación.
El término "Objeción de Conciencia" tiene, en la literatura que ha tratado el tema, unos rasgos bastante precisos, que pueden hacer difícil su aplicación al entorno de la actividad investigadora y científica. En primer lugar, se configura como el rechazo de un mandato, una orden, o en general, de una regla preestablecida. Esta norma que se repudia debe formar parte de un sistema normativo más amplio, como sería el caso de una norma jurídica. El objetor, pues, se encuentra sometido a un deber u obligación, que decide rehusar.
Este aspecto reviste especial importancia, porque allí donde el sujeto no se encuentra obligado a actuar, difícilmente cabe hablar de "objeción" de conciencia. Si entendemos que, como regla general, un investigador se embarca en proyectos de investigación libre y voluntariamente, en función de sus intereses personales y académicos, resultaría complicado hablar de una posible objeción frente a deberes que le vienen impuestos en el curso de su investigación. Siempre tendría la posibilidad de abandonar ese proyecto para iniciar otro diferente, más acorde con sus inclinaciones.
Este incumplimiento se apoya en razones morales, y particularmente en la noción de integridad: el objetor ajusta su comportamiento a sus principios o convicciones éticas. Estos principios resultan incompatibles con la norma en cuestión, por lo que decide incumplirla. La objeción no forma parte de un plan de acción, ni persigue objetivos sociopolíticos: simplemente, responde a una opción moral individual. La desobediencia de la norma no se fundamenta en la eventual injusticia de ésta, sino exclusivamente en su incompatibilidad con los valores individuales del sujeto.
Este rechazo ético puede dirigirse contra investigaciones cuyos fines sean manifiestamente inmorales (orientadas a la destrucción de vidas humanas), cuyos métodos sean discutibles, o contra investigaciones cuyos resultados serán objeto de aprovechamiento empresarial para unos pocos privilegiados.
La justificación de la objeción de conciencia, en su caso, debe tener en cuenta diversos aspectos: si la aceptación de la norma objetada lesionaría seriamente la integridad moral del sujeto, si los valores en juego son de trascendental importancia, si la lesión es irreversible, si se afectan intereses de terceros... Es también muy importante tener en cuenta si el objetor es la única persona sometida al deber en cuestión, o si éste puede ser cumplido por terceros. En ocasiones, la objeción provoca un daño cierto; en otras, debilita un valor o bien jurídico; y en otras puede resultar casi irrelevante.
Entre nosotros, la objeción de conciencia encuentra acomodo en la propia Constitución de 1978 en una de sus modalidades: el art. 30.2 CE prevé que la ley fijará las obligaciones militares de los españoles y regulará la objeción de conciencia al servicio militar obligatorio, pudiendo imponer, en su caso, una prestación sustitutoria. Esta norma exime a los objetores de la obligación de realizar el servicio militar, que queda limitada, solamente, a aquellos ciudadanos que no ejerciten este derecho.
Sin embargo, en una discutible vuelta de tuerca, el Tribunal Constitucional, en su Sentencia 53/1985, de 11 de abril (recurso previo de inconstitucionalidad contra el proyecto de Ley Orgánica de despenalización parcial del aborto), abrió la puerta al reconocimiento de un derecho general a la objeción de conciencia, entendiendo que ésta "forma parte del contenido esencial del derecho a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el art. 16.1 CE". Este pronunciamiento zanjaba la cuestión de si los médicos funcionarios del sistema público de salud estaban obligados a practicar abortos legales: para el TC es posible la objeción de conciencia de estos facultativos (incumplimiento de un deber profesional que, en otro caso, sería sancionable), sin necesidad de marco legal que la regule y, lo que es más relevante, sin contrapartida alguna (no hay nada parecido a una "prestación sustitutoria").
No me interesa ahora contrastar el criterio del TC con el que inspira el art. 196 del Código Penal, que tipifica como delito la omisión de la asistencia médica por parte de profesionales sanitarios obligados a prestarla. Lo que deseo resaltar es que el argumento del TC implica, de forma indudable, que existe un derecho general a la objeción por razones morales, que se apoya directamente en la CE, y que no necesita una regulación legal específica para ser operativo.
Las consecuencias que se derivan para nuestro asunto son importantes: un científico objetor podrá incumplir los deberes que le incumben y, planteado un litigio ante la jurisdicción correspondiente, alegar que esos deberes eran incompatibles con el dictamen de su conciencia y violaba su derecho a la libertad ideológica y religiosa reconocida en la CE.
Si dejamos a un lado esta línea de defensa, que nos lleva al (remoto) momento de interponer un recurso de amparo constitucional, ¿cuáles son los efectos más inmediatos de la objeción? El incumplimiento de las obligaciones propias de su puesto puede acarrear al científico, si se encuentra contratado en régimen laboral, una sanción disciplinaria e, incluso, el despido. Para evitar este pernicioso efecto, se ha abierto paso en la negociación colectiva, en el ámbito de algunos centros públicos de investigación, la regulación específica de "reservas éticas" que permitirían al científico objetor no implicarse en proyectos o programas de investigación que, por motivos morales, detesta. La libertad de elección y de conciencia del investigador quedarían así garantizadas, siempre que se dieran ciertas condiciones.
Otro cauce es dotar a los investigadores de una "cláusula de conciencia" similar a la que opera en el caso de los profesionales del periodismo (art. 20.1.d) CE), cuando su empresa editorial sufre un cambio de ideario. Lo que el Derecho ofrece aquí es la posibilidad, por parte del investigador, de extinguir su contrato con el centro de investigación que le emplea, con fundamento en dicho cambio de tendencia o, en nuestro caso, en la apertura de nuevas líneas de investigación moralmente rechazables (implicando, por ejemplo, el sufrimiento inútil de miles de animales) o la mercantilización de los programas ya existentes. Esta extinción contractual contaría con la indemnización legalmente prevista para el despido improcedente.
Este tipo de soluciones evita que hablemos, en sentido estricto, de "objeción de conciencia", ya que el científico no se enfrenta a una sanción legal por su conducta, sino que las propias normas le habilitan una salida que respeta sus convicciones.
Fijémonos, además, en un aspecto muy importante. Hasta ahora hemos hablado de objeción por parte de los trabajadores que se dedican a la investigación. Los mismos criterios podrían extenderse a los investigadores funcionarios, que, en muchos casos (por ejemplo, si son profesores universitarios), pueden echar mano, a su favor, de la libertad de cátedra reconocida como un derecho constitucional (art. 20.1.c) CE), que opera como una garantía añadida para el personal docente.
Sin embargo, el personal auxiliar y los técnicos de laboratorio difícilmente podrán acogerse a las cláusulas de garantía que hemos visto, ya que no eligen los proyectos de investigación en que trabajan, ni su participación en ellos es determinante. Esto hace que, en su caso, sea más acuciante considerar la hipótesis de la objeción de conciencia en el curso de su actividad profesional.
Otro enfoque parte, por el contrario, del rechazo de dicha hipótesis: cuando un investigador rechaza un aspecto o un uso del proyecto, se trataría simplemente de una disconformidad, que le llevará a no participar en él. En ningún caso podría invocar para sí la noción de objeción de conciencia si no hay una obligación que pública y abiertamente infringe, si no viola una norma preexistente que directamente le era aplicable y le exigía su cumplimiento.
Si entendemos, como Mario Bunge, que "el control político e ideológico de la ciencia, hoy más directo que nunca, es deformante y corruptor", y que "la sumisión de la ciencia al poder sojuzgador constituye la forma más deplorable de la corrupción", estamos obligados a pensar en fórmulas que faciliten al investigador la resolución de ciertos problemas éticos. Si bien creo que es muy difícil hablar con propiedad de "objeción de conciencia" en el ámbito de la investigación científica en general, deberíamos ser más precisos y delimitar en qué hipótesis pueden darse circunstancias en las que quepa hablar de un deber u obligación del investigador, que éste pueda desatender o incumplir por razones morales, dando a éstas la debida consideración.