El <a href="https://www.elmundo.es/navegante/2004/11/02/cultura/1099390999.html" target="_blank">arte y la tecnología</a>, pese a lo que a menudo se piensa, han caminado casi siempre de la mano. El arte del siglo XX, por ejemplo, resulta incomprensible sin un conocimiento, siquiera somero, de las intensas y complejas relaciones de los diversos movimientos con el mundo de la técnica. Nuestra época no es una excepción.
En los últimos meses han aparecido artículos en varios medios que daban cuenta de varios intentos de medir, cuantificar y objetivar la importancia de determinados artistas u obras de arte en términos absolutos o relativos, generalmente a partir de premisas estadísticas. Diferentes en fines y medios, éstas propuestas toman habitualmente la forma de un
ránking, sea de los más importantes artistas contemporáneos, sea de las más destacadas obras de arte.
El suplemento cultural de
El País (Babelia, 5 de febrero de 2005, p. 6) se hacía eco de la aparición de una lista de "Los 100 grandes del arte internacional" en la revista alemana de economía
Capital (
https://www.capital.de/). Elaborada con la fórmula mixta de la encuesta a directores de museos y comisarios y la participación en exposiciones en museos y galerías de prestigio, la lista no era sino la transposición, como señalaba el principal crítico del diario, del enorme peso específico de Alemania y Estados Unidos en el mundo del arte, y por consiguiente en el mercado artístico internacional: "Estamos, por tanto, ante la inicial explosión de un mercado de arte moderno, cuya pujanza merece tener un cómputo específico en la bolsa comercial; el, por ejemplo,
Index-Art". Significativamente, este índice ya existe: tan sólo unos días más tarde, el mismo diario dedicaba media página en su selección semanal de artículos de
The New York Times (10 de febrero de 2005, p. 11) a
Artfacts, una web dedicada a establecer un ránking de artistas de acuerdo a la cotización de su obra (
https://artfacts.net/). Con una orientación eminentemente empresarial y buscando "pronosticar la carrera de un artista",
Artfacts establece el índice de "popularidad" de un creador basándose en el número y la categoría de las exposiciones internacionales por él realizadas durante los últimos cinco años. Aparecen así, en orden descendiente, varios miles de nombres, aunque destacan los inevitables "Cien mejores".
No merece la pena tomarse este tipo de elencos demasiado en serio, pero es innegable que resultan ilustrativas de la existencia en nuestras sociedades de acercamientos esencialmente utilitaristas -o al menos muy pragmáticos- al fenómeno del arte. Para los más escépticos quizá no esté de más señalar que en no pocas ocasiones estas listas están avalados, en mayor o menor grado, por personas o instituciones de prestigio: la opinión de los directores de museos y comisarios de peso internacional es tenida en cuenta en la primera, y en ambos casos se establecen distinciones cualitativas entre las exposiciones de acuerdo con la importancia de la sede. Lo cualitativo matiza lo cuantitativo. Por otro lado, en más de una ocasión instituciones de renombre han participado en este mismo juego. El propio diario arriba mencionado ha elaborado en más de una ocasión listas similares a partir de la opinión de directores de museos, galeristas, críticos y otros especialistas. Fuera de nuestras fronteras, la Tate británica realizó a finales del año pasado, dentro de los actos enmarcados en la concesión del mediático Premio Turner, una encuesta entre 500 expertos para determinar cuál era la obra de arte más influyente del siglo XX; resultó vencedora la
Fuente de Duchamp, de lo cual también se hizo eco
El País.
Estos tiempos nuestros de oferta inabarcable y tiempo limitado son propensos a semejantes simplificaciones, destinadas a hacer asimilable de forma rápida y sencilla no ya la desbordante cantidad de información nueva que debe procesar constantemente cualquier ciudadano que se pretenda "al día" en el ámbito de la cultura, sino la cultura misma. La aparición en castellano no hace mucho de un libro titulado precisamente "La cultura. Todo lo que hay que saber" (Taurus, 2002), a cargo del polémico catedrático, recientemente fallecido, Dietrich Schwanitz, suscitó perplejidades y sonrisas irónicas en los ámbitos críticos e intelectuales, lo que no evitó que fuera un éxito de ventas.
Este tipo de compilaciones, sin embargo, son habituales en el campo de la literatura, y abarcan desde las antologías de todo signo a los debates más actuales en torno al concepto de "canon", como los protagonizados en los últimos tiempos por Harold Bloom o Marcel Reich-Ranicki -por citar dos ejemplos bien conocidos-, pasando por las "bibliotecas ideales" y las recopilaciones de "los mejores cuentos / poemas / versos", a menudo realizadas por reputados autores metidos a antólogos. No hace mucho apareció una obra, significativamente prologada por el mismo Schwanitz, titulada "Libros. Todo lo que hay que leer" (Christianne Zschirnt, Taurus, 2004). Como si la abundancia de material justificara -casi exigiera- la aparición de la figura del
mediador (entre ese corpus de obras casi infinito y el apabullado lector), pocos se rasgan las vestiduras ante este tipo de propuestas en el campo de la literatura. Lo mismo sucede en el ámbito del cine, en el que las listas de "las cien mejores películas" emitidas por asociaciones de críticos o institutos de cine son ya casi una tradición. En los mejores casos, esta labor de criba suele ir acompañada de otra más o menos hermenéutica, con lo que el beneficio para el receptor es doble.
Por el contrario, las propuestas de este signo en el campo de las artes plásticas son más bien escasas, y cuando surgen, como ha ocurrido en los últimos meses, son casi unánimemente rechazadas. Es evidente que las listas mencionadas están más cerca del frívolo
top-ten radiofónico de canciones que de los debates en torno al canon generados por la obra de Bloom, y no deben por tanto ser tomadas demasiado en serio. Sin embargo, este tipo de acercamientos "econométricos" o estadísticos tampoco pueden rechazarse sin más: como la disciplina de la economía de la cultura se ha encargado de poner de relieve en los últimos años, las relaciones entre mercado y creatividad son complejas y operan en múltiples direcciones. Sea como fuere, es evidente que las artes plásticas son especialmente remisas -o al menos lo son en mayor grado que otras disciplinas artísticas, creativas o culturales- a este tipo de
ránkings.
Probablemente esta aprensión tiene sus raíces en el miedo a que el mercado se convierta en el único criterio de valoración de lo artístico, en la medida en que de él se toman, en última instancia, los datos necesarios para la elaboración de dichas listas, estén éstas basadas en el reconocimiento de los artistas (encuestas) o en su éxito expositivo y/o económico (estadísticas). Este miedo, por su parte, nace ya no tanto de una mala consideración de los aspectos mercantiles del trabajo artístico (aunque algo de ello persista en determinadas visiones románticas del mundo del arte, de una bohemia tan trasnochada como
naïf), sino de la dificultad de encontrar, hoy en día, una alternativa sólida que oponer al mercado como criterio de valoración. Caídos todos los cánones, desorientada la crítica, difamada la noción de calidad, imbuidos todavía en gran medida del "todo vale" posmoderno, resulta difícil ofrecer un modo de discernir la importancia de cada una de las infinitas propuestas creativas contemporáneas que no pase, en mayor o menor grado, por una fría cuantificación numérica, sea en cantidad de exposiciones, sea en precio de las obras. Y nuestra época demanda incesantemente clasificaciones, tipificaciones, estructuras, orden. Sin modelo que sirva de referente, sin canon que señale la perfección y permita apreciar las desviaciones con respecto al mismo, como ocurría en el pasado, el arte contemporáneo navega a la deriva, en múltiples direcciones, a menudo contradictorias entre sí, sin que nadie ose fijar un rumbo como "el correcto".
En estas condiciones, no es sorprendente que la ciencia y las nuevas tecnologías se hayan aliado con el mercado para ofrecerse de brújula al navegante deseoso de saber qué tiene que ver, qué puede comprar, incluso qué le debe gustar. Su espectro de actuación, además, se va ampliando: tan sólo unas semanas más tarde de que aparecieran los mencionados artículos, el suplemento de tecnología del mismo diario (
Ciberpaís, 3 de marzo de 2005) exponía las aplicaciones de las nuevas teconologías al resbaladizo campo de las atribuciones y falsificaciones:
Digital Art Forensics es un programa desarrollado en una universidad estadounidense que, a partir de un escaneado de las obras y de un tratamiento estadístico de los datos de la pincelada o el trazo, cotejados con una base de datos, es capaz de deducir quién es el autor de la misma. Una vez más, la aplicación es vista con escepticismo por los expertos. Si hasta el arte, la máxima expresión de la libertad y creatividad humanas, puede ser transformado en ceros y unos para después ser convenientemente analizado, ponderado y etiquetado por las máquinas, ¿qué hay de la intuición, la sensibilidad, el ojo clínico, el gusto?
Es evidente que el arte no necesita de estos artefactos, ninguno de las cuales afecta a la experiencia estética básica y esencial del arte: la contemplación de la obra. Por el contrario, la técnica convenientemente aplicada a la creación puede ofrecer resultados soberbios: para comprobarlo basta acercarse a la magnífica exposición de Bill Viola que presenta actualmente en Madrid la Fundación "la Caixa", en la que la tecnología digital permite al espectador disfrutar de una experiencia personal imposible de obtener por otros medios. Pero no todos parecen contentarse, fiarse o poder esperar a dicha experiencia única e intransferible: es el signo de los tiempos que proliferen los atajos para los más impacientes y tecnófilos. Parece evidente, no obstante, que el verdadero amante del arte apreciará la obra de Viola a partir de la opinión que le merezca la exposición, y no a partir del hecho de que ocupe el puesto número 11 en la lista de
Capital. Quizá (pero esto es otra historia) el exagerado desprecio de algunos sectores del mundo del arte por este tipo de propuestas/atajos no sea tanto fruto de una posible tecnofobia como de su temor a que el mercado, ayudado por las nuevas tecnologías, acabe desplazándoles de su papel de configuradores del gusto y la moda en la sociedad contemporánea. Al amante del arte, en cualquier caso, estas listas no tienen porqué quitarle el sueño, y bien puede acogerlas con una sonrisa irónica: la que se esboza cuando se recuerda que el arte, como la vida, escapa siempre, en última instancia, a todo tipo de orden o medida.