Museos
El Museo de la Ciencia de Barcelona baja el telón coincidiendo con el fin de mes. Cuando vuelva a levantarlo, en 2004, regresará de nuevo al futuro. En su caso, con 50.000 metros cuadrados pensados por y para la ciencia con un modelo que continúa prometiendo ser innovador.
La aventura particular del Museo de la Ciencia de Barcelona arrancó hace ya más de dos decenios. Recuperó un viejo edificio modernista y en él colocó experimentos y conceptos rehuyendo, de entrada, de objetos de coleccionista encerrados en vitrinas. De la mano de una entidad privada, la Fundación La Caixa, se abría paso en España el primer museo de grandes dimensiones que apostaba claramente por un modelo conceptual en el que importaba más la transmisión del principio científico que el material físico que lo hacía posible. De lo que se trataba era de experimentar, de jugar con la ciencia para tratar de entender porqué suceden las cosas que dan sentido a la vida cotidiana.
El modelo, innovador y temerario en ese momento, cuajó. Pronto, el público escolar y familiar se convirtió en visitante asiduo de unas instalaciones que en pocos años tuvieron que ampliarse. Y pronto, también, las exposiciones, surgidas de este principio de interactividad, se complementaron con dos nuevas ideas fundamentales: la transmisión del método científico y la generación de opinión a través de sus protagonistas, científicos venidos de todo el mundo para contar lo más trascendente de sus investigaciones.
Han sido, por el momento, dos décadas que han dado para mucho. En concreto, más de dos millones de visitantes y 2.000 profesores universitarios de un millar de instituciones nacionales e internacionales para un total de 145.000 actividades. Un volumen que ha permitido conocer a los ciudadanos de Barcelona, y de buena parte de Cataluña y España, a través de sus exposiciones itinerantes, lo que se cuece en las principales ramas del saber científico.
Pero que también ha permitido exportar el modelo. Su principio conceptual, antepuesto al que podría denominarse presencial o de colección, ha demostrado ser suficientemente exitoso como para que otras ciudades decidieran poner en marcha modelos similares. El Parque de las Ciencias de Granada, la Ciudad de las Ciencias de A Coruña o el Museo Príncipe Felipe de Valencia, son unos pocos ejemplos que demuestran como la imaginación y el buen hacer pueden ser suficientes para competir con la fascinación del objeto antiguo o la recreación de los escenarios donde surgió el principio científico. De algún modo, estas experiencias representan la contraposición, en absoluto excluyentes y todas ellas de extraordinario interés, entre el futuro y el pasado.
HISTORIA DE LA MATERIA
El nuevo museo de Barcelona va a dedicarse en cuerpo y alma a la materia. De la inerte, la viva, la inteligente y la civilizada. Empleará para ello la luz y la transparencia, escenificadas en una propuesta arquitectónica en la que dominan las zonas acristaladas, la visión desde el exterior y el espacio de uso público. Los contenidos, en los que van a abundar los elementos emblemáticos, se ocuparán de la formación "no inteligente" de la materia, el principio biológico de "comer y no ser comido", la búsqueda inteligente de los procesos a partir de un único fotograma, la recreación de las claves del paisaje y la dedicación a desvelar los secretos del conocimiento abstracto.
De nuevo, primarán los conceptos sobre los objetos, aunque los responsables del museo no renunciarán a colecciones que hasta ahora no habían tenido cabida en las viejas paredes de su edificio histórico. Pero a diferencia de lo que cabría esperar, no siempre va a tratarse de objetos de catálogo, sino una apuesta por la representación de los espacios. Por ejemplo, la reconstrucción de un bosque húmedo tropical o la presencia de un gran árbol amazónico, símbolo de sostenibilidad, según el director de la instalación, Jorge Wagensberg, por el que se entrará al museo. Todo un símbolo que engarza, nuevamente, con el futuro.
LOS OTROS FUTUROS
Y mientras el Museo de la Ciencia de Barcelona planea su futuro, otras instalaciones debaten todavía su presente. El modelo puesto de largo hace 20 años contrasta con la escasa presencia social de los museos de ciencia y técnica tradicionales, atrapados en una negativa dinámica que más que atraer, expulsa a los visitantes.
Hoy por hoy, pocas son las instituciones que puedan sustraerse a una inercia que parece nutrirse excesivamente por el gusto de lo erudito y la muestra acristalada. Tal vez porque se haya confundido la visión de una obra de arte, con todo lo que ello sugiere, con la de un objeto científico o industrial, que apenas dice nada si nadie lo cuenta. O tal vez porque falla la imaginación. El caso es que estos otros museos corren el riesgo de convertirse ellos mismos en objeto de exposición si nadie se inventa nadie para remediarlo.
Una excepción es el Museo de la Ciencia y la Técnica de Terrassa, en Cataluña, que ha sabido dotarse de elementos históricos para contar el papel del textil en la revolución industrial catalana. Otro podría ser el Museo Nacional de Ciencias Naturales del CSIC en Madrid, que lucha para mantenerse en los circuitos museológicos de cultura científica. Otro debería ser el anunciado Museo Nacional de la Ciencia y la Técnica, una instalación existente en prácticamente cualquier país avanzado y que en España todavía se encuentra en fase de boceto. Su concreción, que depende fundamentalmente de las instituciones públicas, podría ayudar a revitalizar un camino para hacer ciencia que en absoluto es desdeñable. Y menos ahora que flojean las vocaciones científicas en toda Europa. Pero para ello, como ya se ha encargado de recordar alguien públicamente, no basta con la voluntad de hacerlo. Hay que diseñar planes y poner recursos para ejecutarlos.