Una negrura de lava presidía la noche
en la isla oscurecida
y una monotonía de té de Ceilán
invadía el alto observatorio
mientras los astrónomos
enfocaban al principio del tiempo,
cuando todavía el discóbolo
no había alisado nuestra galaxia.
Pero yo no lograba imaginar el ascenso luminoso.
Una brisa de otoño
refrescaba las orillas del Potomac
y en aquel sótano florecía
una primavera inteligente
mientras los astrónomos
ponderaban el calor de la nébula
en el momento del colapso
que precedió a nuestro origen.
Pero yo no sentía curiosidad por ese tórrido pasado.
Un sol de mediodía se desploma
sobre los agostados pastizales
y tras las cortinas de cristal
cunde la alarma cardiovascular
mientras los astrónomos
escrutan desde el balcón de Júpiter
el espectro del agua
y la signatura infrarroja del ozono.
Pero no pueden inspirar consuelo
esos signos de otras vidas
sino el presentimiento de otros naufragios como el nuestro.