A Stanley Kurnik
Fueron sentados en un trono de odio,
sobre la silla oscura del relámpago.
Lo he de decir porque me quema el sueño
y por las sienes entra y me destroza
como una sangre con vidrios mordidos.
Es el vaho del miedo,
la conjuración de los aullidos esteparios,
la gran venda cayendo sobre el fiel.
Es la injusticia empapando a los justos
con una materia inflamable de alto voltaje.
Es una madre ardiendo y sin embargo tranquila,
su llanto es fuego y sube a la sonrisa
de los hijos, el día de la consumación.
Es un hombre como una catedral derrumbándose,
solo, en el interior llagado del escarnio.
Son los lobos, los lobos,
y todas las humillaciones,
comenzando por la de la Cruz.
Esto digo llenando mi boca de ceniza,
pero alguien me detiene:
No escriba de estas cosas
-me dice con su mano de finísimo frío-,
haga sonetos como lindas pieles,
vuelva a la rosa pura y a la estrella.
Yo lo contemplo sin decirle nada,
pero el dolor y la vergüenza, juntos,
organizan mi voz como un arado.