La joya de la corona no tiene dueño
Si en Estados Unidos hubiera monarquía, una de las joyas de la corona serían, sin duda, los Institutos Nacionales de la Salud (NIH, en sus siglas inglesas).
Tras la marcha de Harold Varmus, hace poco más de un año, la institución ha vivido poco menos que un interinaje. Para darle solución, se busca alguien que a su prestigio científico pueda añadir una buena dosis de carisma. En juego está no sólo el prestigio de la institución sino definir los ritmos de la mayor locomotora biomédica del mundo.
En ciencia el dinero no lo es todo, afirmaba Harold Varmus en una entrevista concedida a El País recientemente en Barcelona. Para una buena ciencia, añadía, son precisos entusiasmo, dedicación y un plan. Si el plan da resultado, el dinero viene sólo. A esta particular filosofía, Varmus, premio nobel de Medicina en 1988, le sumaba aún dos aspectos fundamentales: una decidida apuesta por la investigación de calidad en áreas prioritarias y la complicidad del gobierno norteamericano por ejecutar la propuesta hasta sus últimas consecuencias.
La renuncia de Varmus, ahora enrolado en el prestigioso Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York, ha descabezado a los NIH, los ha dejado sin un líder capaz de convencer a la clase política y a la industria del enorme peso de la investigación biomédica en el desarrollo económico del país. Y eso ocurre, justamente, cuando acaba de cambiar el inquilino de la Casa Blanca. Varmus lideró los NIH coincidiendo con el largo mandato de Clinton y los aupó a lo más alto: la generación de conocimiento experimentó el mayor salto cualitativo de la historia y la economía se vio sorprendida, entre otras, por la fuerte pujanza de las nuevas biotec's.
Ante un legado de semejante categoría, se entienden las dudas en la dirección de los NIH y que quiera apostarse por una figura indiscutida como en su día lo fuera el propio Varmus a pesar de lo polémico de algunas de sus decisiones.
Los nombres que se barajan para sucederle responden, con matices, a este tipo de perfil. Uno de ellos, según desvelaba recientemente Science, es Ruth Kirschstein, conocedora como pocas de los circuitos internos de los NIH por sus tareas como supervisora científica desarrollada a lo largo de cuatro décadas en el campus de Bethesda, en Maryland. Su candidatura respondería, según los analistas, a las intenciones gubernamentales de desarrollar una política de consolidación de las inversiones tras una época de fuerte expansión. Su elección significaría, en opinión de expertos, restringir el protagonismo de los NIH en el concierto internacional, algo que se traduciría en la asignación de presupuestos de contención. Por el momento, Kirschstein ejerce lo que podría denominarse la dirección interina de la institución.
En otro extremo, Richard Klausner vuelve a sonar con fuerza en la quiniela de candidatos. Sin embargo, su actual cargo, largamente prestigiado a lo largo de los años 90, podría acabar siendo un impedimento. Klausner se ha convertido en una figura gracias a su agresiva dirección en el Instituto Nacional del Cáncer (NCI). Desde ahí controla un presupuesto superior a los 3.700 millones de dólares (más de 700.000 millones de pesetas), cifra muy superior a lo que dedica España en I+D+I, partidas de defensa incluidas.
Quedan dos nombres en cartera. El primero es Anthony Fauci, actual director del poderoso Instituto nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas (NIAID). Su nombramiento significaría, como en el caso anterior, apostar sobre seguro por la investigación de calidad en áreas de alto riesgo. Fauci tiene a su favor la coordinación del programa norteamericano de investigación en SIDA, un proyecto de gran envergadura y del que se han obtenido resultados excelentes. El investigador ha sido sondeado por la propia Casa Blanca acerca de su disponibilidad, sin que por el momento haya trascendido la respuesta.
El último candidato es Claude Lenfant. De todos, es el menos conocido a nivel popular y su centro, el Instituto Nacional para el Corazón, Pulmón y Sangre (NHLBI) aparenta ser secundario. Sin embargo, maneja la nada despreciable cantidad de 2.300 millones de dólares (430.000 millones de pesetas) y es el segundo de los NIH en dotación y actividad económica, tan sólo superado por el NCI.
Sea cual sea el resultado final, parece claro que la situación de interinidad no beneficia a nadie. En primer lugar, porque alguien debe administrar ese "aterrizaje suave" que se prevé para los NIH definiendo líneas y actuaciones prioritarias. Por la otra, porque quedan todavía 14.000 millones de dólares pendientes de inversión para los próximos 5 años, en teoría ya adjudicados.
Las cifras, y la sólida estructura, de los NIH, son un fiel reflejo de cómo la ciencia en Estados Unidos se concibe para generar conocimiento y, con éste, marcar tendencias de desarrollo. Sea a partir de ahora un crecimiento lento, o por el contrario tan agresivo como en épocas precedentes, cuando la investigación biomédica tomó el relevo de la tecnológica impulsada por los gobiernos republicanos anteriores a Clinton (y que ahora podría recuperar su protagonismo, a tenor de lo anunciado por Bush), nadie duda que continuarán imponiendo las modas científicas. Unas modas que, en salud, se orientan a la investigación básica y clínica en las llamadas grandes enfermedades (cáncer, sida, diabetes, cardiovasculares, neurodegenerativas) y, por supuesto, genómica. Los líderes de estas investigaciones reciben, de media, 3 millones de dólares anuales (570 millones de pesetas), ocho veces por encima que la media del resto de investigadores (70 millones de pesetas por año).
La cantidad, y alguien podría tomar nota, es 50 veces mayor, de media, que la asignada a proyectos destacados en España y por lo menos 10 veces mayor que las consideradas investigaciones punteras. A pesar de que la joya de la corona aún no tiene dueño.