Homenaje a la geografía
Recuerdo una discusión feroz
en clase de geografía. El profesor
nos había dicho que el número
de paralelos y meridianos era infinito.
Imposible, gritábamos.
Imposible.
Nosotros éramos apenas unos niños que,
como todos los niños, veníamos de la muerte
y la conocíamos bien. Nosotros
éramos apenas unos niños
frente a un profesor de geografía,
apóstatas de la infinitud frente a un hombre
que ya transpira,
que se enrojece,
que ya parte la segunda tiza por la mitad
mientras berrea sobre la necesidad de que entendamos
la incuestionable infinitud de unas líneas invisibles.
Algunos creyeron comprenderlo y abandonaron
las canicas para siempre.
Vagaban como celadores por los pasillos
durante el recreo; calculando y comentando
la cantidad de paralelos y meridianos
que les perforaban en cada instante.
Los Sansebastianes los llamábamos,
víctimas de aquel Diocleciano geográfico y pervertido,
fiel servidor del dios Azimut.
Si bien la comprensión del fenómeno condujo
a los Sansebastianes directamente al funcionariado,
la sospecha de que aquello pudiera ser cierto
también causó estragos entre aquel deleble puñado
de futuro que constituía 3º B: algunos
–la mayoría– abandonaron la literatura para siempre,
otros se aferraron a ella como balseros con tisis.
Los que pertenecíamos al segundo grupo
debíamos sufrir una condena que iba más allá
de un suspenso en materia de geografía. Sería
imprescindible mantenerse en movimiento,
recorrer cada escorzo del mundo y huir
de la inmisericorde mirada de Greenwich.
La lectura paliaba el miedo.
Despistábamos las latitudes recorriendo
páginas sin descanso.
“Lo que el escritor ha unido
que no lo separe el hombre”,
nos había dicho el profesor de literatura,
pero nunca supimos bien
a qué se refería.
Puede que no significara nada,
del mismo modo que el empeño vacuo
del geógrafo proselitista tampoco tenía
que habernos afectado del modo en que lo hizo.
Pero las cosas son así. Tenemos
la cabeza tatuada con las máximas
herméticas de uno, con las cifras incontestables
del otro.
Recorremos el mundo cada vez en un sentido
diferente y leemos,
sobre todas las cosas,
leemos
para olvidar,
para ser veloces,
para que no
nos puedan definir las coordenadas.