A Heráclito de Ëfeso
¿Será verdad que un fuego primitivo
llevamos dentro?
¿Qué esto que por los aires,
luz sideral latiendo, contemplamos,
anima nuestro cuerpo como parte
de un rutilar inmenso que nos tiembla
bajo de nuestra piel?
Eso que llaman luz, esa armonía,
eso que tan ajeno nos parece,
campo en que respiramos,
¿será esta misma llama irreductible
de nuestra intimidad?
¿No seremos acaso lo que somos
o nos parece ser sino las chispas
de esas frondas oscuras, palpitantes,
en cuyo anhelo todo se resume
como un aparecer sin esperanza?
¡Raza del hombre!
¡Ah, delicioso infierno de la tierra!
Tal vez será un reposo haber llegado
a tu fragante orilla.
Aquí donde la carne y sus placeres,
este sufrir tan nuestro,
la fruición de las manos laboriosas,
los objetos del arte y sus impactos
como de permanencia,
los besos que intercambian
quienes se van y vienen,
todo lo excelso, claro, fugitivo,
que aflige y nutre a un tiempo,
dan el tibio interregno en que se cuece
nuestra ternura.
Luego de haber surgido de la luz
y antes de que en su día
se incorpore,
in eterno,
a su luz.