Inventó un catalizador para extraer kilómetros cúbicos
del nitrógeno del aire. Fijo el gas
con viruta de hierro; fábricas alemanas siguieron
en tropel, produciendo toneladas de amoníaco,
y fertilizantes, meses antes que las vías marítimas
al salitre chileno y al guano fueran cortadas,
justo a tiempo para acumular existencias de pólvora,
explosivos para la Gran Guerra. Haber sabía cómo trabajan
los catalizadores, que un catalizador no es inocente, que
se involucra, para allanar una cima o socavar
una loma crítica, o que, extendiendo brazos
moleculares a los socios, en las más difíciles
etapas de la reacción, los acerca, facilita
la deseada formación y ruptura de enlaces.
El catalizador, renacido, se levanta otra vez
a su celestineo; una libra barata del bruñido hierro
de Haber podría producir un millón de libras
de amoníaco. El Consejero Privado Haber del Kaiser
Wilhelm Institute se veía a sí mismo como un catalizador
para terminar la guerra; sus armas químicas
llevarían la victoria en las trincheras; quemaduras
y pulmones calcinados eran mejor que las balas
dum-dum, la metralla: Cuando sus hombres abrieron
los tanques de cloro, y un gas verde se volcó
al amanecer sobre el campo en Ypres, cuidadosamente
tomó notas, olvidó las tristes cartas de su esposa.
Después de la guerra, Fritz Haber en Berlín soñó
con mercurio y azufre, el trabajo de los alquimistas
apresurando al mundo, transformándose a sí mismos.
Se preguntó como podría extraer los millones
de átomos de oro de cada litro de agua
transmutando el océano en lingotes apilados
contra la deuda de guerra alemana. Y el mundo, bueno,
estaba cambiando; en Munich uno podía oír
las botas de los camisas pardas, uno pagaba
miles de marcos por una comida. Un catalizador de nuevo,
eso es lo que encontraría y encontró - él mismo,
en Basilea, la ciudad extranjera en las riberas
de su Rin, ahí se encontró a sí mismo, el Consejero
Haber, protestante, ahora el Judío Haber, un hombre
transformado y moribundo, en la ciudad del astuto Paracelso.