Había escrito tres páginas
a propósito del buen químico que hay en cada insecto;
citando el atrayente sexual del gusano de seda,
y el escarabajo artillero, que rocía peróxido
de hidrógeno caliente cuando se siente amenazado.
Y estaba a la mitad de la historia
del escarabajo del pino occidental,
que posee una feromona de congregación
para llamar a todos los interesados (de su especie).
La feromona, por cierto, tiene tres componentes:
uno en el macho, la frontalita;
otro, atributo de la hembra, la exo-brevicomina;
y un tercero, abundante (ingenioso),
con olor a brea, aportado por el pino anfitrión, el mirceno.
Había escrito esto la noche anterior
recortando las frases.
Cuando desperté el domingo y me puse a trabajar,
con sosiego y una segunda taza de café,
el sol estaba ya en mi escritorio.
Había recogido algunas flores en la colina que reposaban
en un florero: altramuz de arbusto, amapolas de California,
y unas hierbas de por aquí. Apenas unos centímetros
separaban las brácteas en los tallos herbáceos.
Eran cáscaras color canela, finamente trazadas;
su contorno dominado por el de una espiguilla oscura,
flagelo endurecido más que espina.
Algo plumoso se insinuaba en su interior.
El cálido sol hizo estallar algunas vainas
que cayeron sobre lo escrito
(las palabras se perdieron en el sol), cayeron
por azar, junto a las sombras de las semillas que aún
colgaban, y, las semillas liberadas,
como saltamontes durmientes,
con sus barbas ahora retorcidas
proyectaron una segunda ola
de sombras más finas.
Entonces te vi caminando por la colina.