La vida de Georges Steiner es difícilmente calificable o resumible, aunque podemos recurrir a los términos "intelectual" y "comparatista", cuya síntesis daría cuenta de una intensa vida y de una genuina forma de entender el mundo
Steiner nace en Neuilly-sur-Seine (área metropolitana de Paris, Francia) el 23 de abril de 1929, en el seno de una familia judía de origen vienés. Recibe su primera formación en París, si bien en 1940, con muy pocos años cumplidos, tuvo que partir con los suyos a los Estados Unidos, ante el imparable avance del nazismo por Europa. Tal circunstancia, en principio adversa, comenzó a forjar la naturaleza propia del futuro profesor de literatura comparada, que adquirió tres lenguas (el francés, el alemán y el inglés) como propiamente maternas. En alguna ocasión, Steiner ironizó acerca de cómo Hitler había sido “el responsable” de la ampliación de sus horizontes vitales.
Ya en los Estados Unidos, su paso por el Liceo Francés en Nueva York dio continuidad a su formación, que completa seguidamente en la entonces portentosa Universidad de Chicago. Tras realizar su maestría en Harvard y su doctorado en Oxford (sobre un asunto que luego dará lugar a uno de sus más importantes libros: La muerte de la tragedia), Steiner desempeñó durante años actividades docentes en varias instituciones norteamericanas y británicas, a lo que debe sumarse su largo período como catedrático de literatura comparada en la Universidad de Ginebra.
De sus años de formación es destacable una sólida cultura clásica, que supuso el complemente perfecto para su multilingüismo; de hecho, sin este poso clásico y políglota sería imposible poder entender las líneas maestras del pensamiento de Steiner. De una parte, la reflexión acerca de la vigencia de ciertos autores de la Antigüedad está vinculada con una idea muy germánica de la tradición, como es la de la “influencia” de los autores antiguos. Steiner es probablemente uno de los autores que con más profundidad se ha preguntado por qué asuntos como el que Sófocles trata en su Antígona siguen siendo tan actuales hoy día (su libro Antígonas supone una intensa reflexión a este respecto). En lo que respecta al multilingüismo, en obras como Después de Babel, Steiner da un giro a la tradicional visión del episodio bíblico de la torre de Babel, concebido tradicionalmente en términos de maldición y confusión, para proponernos la multiplicidad de las lenguas como un factor de enriquecimiento humano. De manera similar a lo que Borges nos cuenta en su ensayo titulado “Las versiones homéricas”, Steiner se sintió fascinado por las versiones que de los antiguos poemas épicos se hicieron a la lengua inglesa. De hecho, él mismo confiesa en su autobiografía Errata que coleccionó diferentes versiones al inglés de las epopeyas y los himnos homéricos, hechizado por esta antigua literatura desde que su padre le leyera un pasaje sobre Aquiles y Licaón.
Steiner todavía era testimonio de aquello que, no sin problemas, conocemos como la cultura occidental, y que representaron autores tan señeros como Stephan Zweig, Thomas Mann o Ernst Robert Curtius
A pesar de esta formación, que podría haberlo convertido en un clasicista o experto en lenguas, Steiner se decantó pronto por la vertiente más intelectual del oficio académico. Normalmente, quienes se dedican a la actividad universitaria tienden a una pronta especialización que los lleva a escribir para unos pocos especialistas. Steiner, sin perder de vista la profundidad de sus argumentos, intentó siempre tocar temas de interés general, con un enfoque predominantemente reflexivo antes que meramente metodológico. En este sentido, debemos situar a Steiner en la estela de grandes comparatistas “de raza”, como el español Claudio Guillén, cuya vida transcurre igualmente, en varios países (España, Francia, Estados Unidos), o el rumano Adrián Marino, que siempre entendió el comparatismo como una forma de militancia más que como una mera disciplina.
Los últimos años de Steiner transcurrieron en Cambridge, en una de esas casas unifamiliares tan típicas de la ciudad universitaria, lo que supuso un tiempo epilogal donde nuestro autor fue viendo su paulatino y voluntario aislamiento del mundo, hasta su fallecimiento el día tres de febrero de 2020. No podemos dejar de recordar cómo en una de las pocas entrevistas que concedía, en cierto momento, refiriéndose a su salud, dijo que aún disfrutaba de algunos días buenos.
Más allá de su biografía, Steiner simboliza un modelo de intelectual que resulta ya imposible recuperar en nuestros tiempos. Steiner todavía era testimonio de aquello que, no sin problemas, conocemos como la cultura occidental, y que representaron autores tan señeros como Stephan Zweig, Thomas Mann o Ernst Robert Curtius en momentos no menos procelosos que los nuestros. En alguna de las reflexiones suyas que la prensa ha hecho públicas tras su muerte, Steiner reconocía su escasa capacidad para haber comprendido las nuevas manifestaciones de la cultura, dado que siempre se sintió parte del mundo de la letra impresa. No sabemos si esta supuesta incapacidad es, más bien, una actitud coherente con su propia idea de la idiotización a que las nuevas formas de enseñanza están dando lugar. En cualquier caso, quienes hemos aprendido y vivido con sus libros ahora, ante la muerte de Steiner, sentimos cómo muere también, por qué no decirlo, la representación viva de un modelo en quien fijarnos.