Tras la publicación, hace una semana, de The State of the Global Climate 2021, el informe de la OMM que indica cómo cuatro indicadores de la crisis climática han alcanzado su nivel más alto, el autor reflexiona sobre la necesidad de pasar a la acción frente a la tragedia climática
En lo que llevamos de siglo XXI, la crisis climática –deberíamos más bien hablar de tragedia climática– sigue una consistente pauta de “peor de lo esperado”, como viene analizando por ejemplo Ferran Puig Vilar.
El pasado 18 de mayo de 2022 se hizo público el informe de la OMM (Organización Meteorológica Mundial) The State of the Global Climate 2021, recopilando evidencias científicas de las que deberían helarnos la sangre (si estuviésemos prestando atención). La OMM destaca que en 2021 marcaron su nivel más alto cuatro indicadores de la crisis climática: la concentración atmosférica de gases de efecto invernadero, la subida del nivel del mar, el calor acumulado en mares y océanos y la acidificación de estos últimos.
El fenómeno de la acidificación, al que nuestra sociedad presta quizá aún menos atención que a los otros tres, está preñado de consecuencias fatales. Los océanos absorben el 23% de las emisiones antropogénicas anuales de CO2 que primero se acumulan en la atmósfera. El dióxido de carbono reacciona con el agua marina y provoca la acidificación de los océanos, que amenaza a los organismos y la vida en los mares. Se cree que alguna de las megaextinciones en el pasado de la Tierra fue causada por la acidificación, que indujo el colapso de los ecosistemas marinos.
Según la nota de prensa de la OMM, el Secretario General de Naciones Unidas, Antonio Guterres, censuró el 18 de mayo “la sombría confirmación del fracaso de la humanidad para afrontar los trastornos climáticos” y se sirvió de la publicación de este emblemático informe para reclamar la adopción de medidas urgentes encaminadas a encarar una transformación de los sistemas energéticos que es “fácil de lograr” y alejarnos así del “callejón sin salida” que representan los combustibles fósiles.
Hay que convenir con Guterres en que los combustibles fósiles son un callejón sin salida, o quizá mejor una trampa que evidencia un enorme fracaso civilizatorio. Pero que las transiciones energéticas hacia sociedades posfosilistas sean “fáciles de lograr” es harina de otro costal. Lo contrario es cierto: una transición rápida fuera de los combustibles fósiles sin una oleada de extractivismo neocolonial y sin destruir buena parte de la biosfera en el intento no es para nada fácil, porque implica no sólo ecoeficiencia y despliegue de infraestructuras de captación de energía renovable, sino también usar mucha menos energía de lo que ahora nos parece normal.
A esta perspectiva de transición energética decrecentista ¿cómo ponerle números? A partir de numerosas investigaciones recientes sobre clima, disponibilidad de recursos energéticos y límites minerales, se puede establecer un umbral de consumo de energía final per cápita mínimo y máximo que garantice una vida digna al conjunto de la población mundial, cumpla con los presupuestos de carbono para los 1’5ºC y reduzca el riesgo de límites minerales al desarrollo de las energías renovables. Este umbral, calcula Martín Lallana (junto con Adrián Almazán, Alicia Valero y Ángel Lareo), se encontraría entre los 15 GJ y 31 GJ para el año 2050 (compárese con un consumo promedio por persona de energía final de 117 GJ en 2017, en los países del Norte global). Bajo una perspectiva de justicia ecológica, esto impone una fuerte redistribución a escala global, de forma que a España le correspondería asumir un descenso energético del orden del 60-80% entre 2020 y 2050.
No es pequeña cosa. Como indica Martín Lallana, “estos niveles de reducción no se lograrán a partir de cambios incrementales y mejoras tecnológicas de eficiencia energética. Son necesarias transiciones sociotécnicas a gran escala, con un fuerte enfoque de suficiencia energética, que desarrollen las infraestructuras y prácticas sociales que permitan garantizar una vida digna con unos requerimientos energéticos mucho menores” (comunicación personal, 27 de octubre de 2021).
La cuestión no es decrecimiento sí o no; hay que optar, pero entre decrecimiento igualitario o decrecimiento genocida. Y no cabe ignorar que implícitamente estamos eligiendo lo primero. “Todos somos conscientes de las alertas científicas”, dice la economista costarricense Christiana Figueres (máxima responsable de Naciones Unidas en materia de cambio climático en 2015, cuando se celebró la Cumbre de París), “pero los cambios de hábitos y los estructurales no se dan de la noche del domingo a la mañana del lunes”. Traducción: capitalismo y democracia liberal no permiten reformas drásticas en plazos breves.
Hace unos meses, un manifiesto titulado “Advertencia ciudadana acerca de la extralimitación y del colapso” advertía: “El cambio climático –un problema masivo de gestión de residuos– es tan sólo uno de los muchos síntomas del problema subyacente de la extralimitación [overshoot]. Coexiste con muchos otros síntomas, como la pérdida de biodiversidad, la escasez de agua, la deforestación, la acidificación de los océanos, la erosión del suelo, etc. Esto quiere decir que no podemos ocuparnos del cambio climático aisladamente: tenemos que tratar el cáncer que está causándolo junto con todos los demás co-síntomas”.
El núcleo de nuestros problemas es ético-político, de forma irreductible: autolimitarnos para que pueda existir el otro (en lo que hace a las transiciones ecosociales: aceptar el empobrecimiento energético en el seno de una sociedad igualitaria). Ese núcleo no va a desaparecer por más esfuerzos que hagamos por cambiar el marco comunicativo.
No se trata de “controlar el clima”, sino de controlarnos a nosotros mismos. Oímos, ya casi como un mantra repetido de forma cansina, “hace falta más ambición climática” y “hay que pasar a la acción”. Pero pasar a la acción significa aceptar un empobrecimiento voluntario (menos producción, menos consumo, menos desplazamientos, menos velocidad…) al tiempo que se revoluciona el orden socioeconómico. Nuestra sociedad, por desgracia, está lejísimos de plantearse algo así: reflexiónese un momento sobre la polémica generada por las sensatas recomendaciones del Ministro de Consumo, Alberto Garzón, acerca de reducir la ingesta de carne y pescado –una de las medidas elementales para limitar las peores aristas de la tragedia climática…
Podemos hacer mucho por frenar la deriva hacia los escenarios peores. Pero eso no es “fácil de lograr”, por más que el Secretario General de Naciones Unidas alimente esa ilusión. Es un reto gigantesco que, de momento, viene excediendo las capacidades éticas y políticas de la humanidad.