En 1582, el papa Gregorio XIII instauró el calendario gregoriano, que pasó a reemplazar al calendario juliano, que llevaba en vigor desde el año 45 a.C. Ambos calendarios, el gregoriano y el juliano, son calendarios solares, es decir, miden el tiempo que el sol tarda en volver a la misma posición en el cielo. O dicho de otra manera, el tiempo que tarda nuestro planeta en dar una vuelta alrededor del sol.
Según el calendario juliano, cada año tiene 365 días. Y cada cuatro años, en los años bisiestos, se añade un día más, por lo que la duración media del año es de 365,25. Sin embargo, este calendario tenía un problema. Como la duración exacta de un año solar es de 365,2422, con el paso del tiempo había ido desacompasándose de la órbita terrestre. Concretamente, el calendario juliano se retrasa un día cada 128 años.
Para la Iglesia Católica esto era un problema, ya que la fecha de la Pascua se calcula en base al equinoccio de primavera. De ahí que Gregorio XIII propusiera un nuevo calendario con una frecuencia diferente de años bisiestos. Según el calendario actual, son años bisiestos aquellos que son divisibles por 4, excepto si también son divisibles por 100, en cuyo caso son años de 365 días. Sin embargo, hay una excepción a la excepción: si estos años acabados en dos ceros son divisibles por 400, sí que se son bisiestos. Se entiende mejor con un ejemplo: no fueron bisiestos los años 1700, 1800 y 1900, pero sí lo fueron los años 1600 y 2000.
La mayoría de los países católicos adoptaron el calendario gregoriano en 1582, pero en los países protestantes, ortodoxos e islámicos hubo más reticencias. En Europa el último país en dejar atrás el calendario juliano fue Grecia, que no instauró el calendario gregoriano hasta 1923. Para entonces existía un desfase ya de 13 días, por lo que la forma de transitar consistió en saltar del día 15 de febrero al 1 de marzo.