He sido una sencilla profesora de química. En una ciudad luminosa del sureste. Después de las clases contemplaba el ancho mar. Los dilatados, infinitos horizontes. Y los torpedos grises de guerras dormidas. He quemado mis largas horas en la lumbre de símbolos y fórmulas.
En las montañas, en las lindes del mapa, allí donde la hierba se vuelve insolente y afilada como bayonetas de desertores, se erige una fábrica olvidada.
No sabemos si es el amanecer o el ocaso. Sólo sabemos una cosa: aquí, en este tétrico edificio, nace la luz.
Los esclavos silenciosos de transparentes y angostos rostros de monjes bizantinos hacen girar una enorme dinamo y encienden chispas doradas del amanecer en las partes más remotas del globo.
Estás muy lejos, pero no me preocupa. Me repites que no importan las ciudades, que yo estoy en tu camino y tú estás en el mío.
Pero no creo en los amores distanciados porque van en contra de las leyes de la física.
Como explica la gravitación universal de Newton la atracción entre nuestros cuerpos es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que nos separa.
¡Noble industria, salud! Lazo potente eres, que al hombre con el hombre liga, y la extensión a dominar le obliga tras nuevos climas do mostrar tu frente.
Sí; supiste cambiar rápidamente en pan sabroso la buscada espiga, y el vellón tibio que la carne abriga al tugurio allegar del indigente;
mas ¡ay! ¡la libertad le dio a tus alas el aire y luz donde espaciar te veas, y a la opresión das tú hierros y balas!
Si nuevas armas contra el hombre creas. Si en el bien y en el mal tu esfuerzo igualas.