¿De qué forma mantenemos en el mercado laboral a aquellas personas mayores de 65 años que están en condiciones de trabajar? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Cómo reciclamos a nuestros mayores?
Europa y Occidente envejecen, y España con ellos, a una velocidad aún mayor. Durante aproximadamente 60.000 años, y hasta mediados del siglo XIX, la esperanza de vida de la población mundial fue siempre de alrededor de 31 años. Las mejoras en la higiene personal y los avances médicos provocaron la reducción en la mortalidad de las edades más tempranas; estas circunstancias, así como los cambios en la actividad laboral, supusieron asimismo una reducción de la tasa de mortalidad general de la población y un aumento en la probabilidad de supervivencia en las personas de mayor edad. La modificación en los hábitos diarios hacia otros más saludables ha hecho que, hoy, un nacido en Occidente pueda esperar vivir más de 100 años.
Incluso dejando de lado la idea de la muerte de la muerte que preconizan algunos científicos, debemos ser conscientes de que la esperanza de vida, en todo el mundo, es cada vez mayor. Asimismo, el ratio de dependencia, definido como la proporción de quienes tienen entre 16 y 65 años respecto de quienes tienen más de 65 años, es decir, quienes pueden trabajar y cotizar frente a quienes estarían en la edad tradicional de jubilación, pasará de los ocho activos (potencialmente activos, entiéndase, pues no todos trabajan) por cada jubilado de ahora (en todo el mundo) a los cuatro por cada uno en 2050; en España, hoy, la tasa es de menos de dos activos por cada mayor de 65 años, de acuerdo con el INE. Y si el 1 de enero de 2016 en España contábamos con 8,6 millones de personas de más de 65 años (el 18,4% de la población), en 2066 seremos (espero) más de 14 millones; más de uno de cada tres españoles superará la barrera de los 65 años, la que ha dado, desde hace años, acceso al 'derecho' a una pensión.
Así pues, afrontamos un reto de dimensiones colosales, un reto del que los líderes políticos de todos los partidos de todo Occidente (también los nuestros) son absolutamente conscientes pero que, por razones electorales, prefieren ocultar, evitar y trasladar al siguiente, acogotados ante la posibilidad de tener que tomar decisiones difíciles, con un coste electoral claro. ¿De qué forma mantenemos en el mercado laboral a aquellas personas mayores de 65 años que están en condiciones de trabajar? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Qué fórmula habilitamos para que sus derechos consolidados en forma de pensión no se vean perjudicados por la nueva situación? Y, la más importante de todas, relacionada particularmente con la primera, y ante la enorme transformación productiva a la que estamos asistiendo: ¿cómo reciclamos a nuestros mayores?
Esta es posiblemente la clave de bóveda del nuestro entramado educativo. En Occidente, y particularmente en España, el trabajo de los jóvenes (desde el punto de vista de su incorporación al mercado laboral), dejará tarde o temprano de ser un problema; cada vez son menos, en comparación a los mayores, y por tanto siempre habrá actividades que requerirán de su vigor. Sin embargo, es altamente preocupante el desinterés de la mayor parte de la comunidad educativa por la transformación de los sistemas de formación. Los políticos, que son quienes en último lugar tienen la capacidad legislativa, se preocupan por los resultados de escolarización, de fracaso escolar y de la posición del sistema en su conjunto en las escalas internacionales, como PISA. Los sindicatos, tan preocupados por la defensa de la enseñanza pública, no plantean una sola propuesta de modificación de unos planes de estudio que quizá fuesen válidos para una sociedad industrial basada en el papel (las tasas de desempleo juvenil, tanto entre quienes abandonan la educación obligatoria como entre los de mayor titulación académica, retan tal aproximación), pero que resultan inútiles en la sociedad del 5G.
El acceso a la información (a toda la información, desde la más inocente hasta la más especializada) es prácticamente absoluto, a unos costes irrisorios. Actualmente, un estudiante que haya acabado bachillerato puede acceder sin coste a un curso completo de formación en ciencia de datos de varias universidades norteamericanas. Insisto, sin coste alguno, o más bien, sin coste de desplazamientos, de matrícula, de biblioteca, de examen; solo pagando la cuota del cable de fibra óptica (estándar prácticamente en todas las ciudades españolas), la amortización del ordenador, o las cuotas de los datos de su terminal inteligente.